El tiburón

29.11.2009 12:46

 

Acababa de leer una historia de Haruki Murakami, "El viajero casual". Una historia preciosa sobre las casualidades aunque tal vez se trataba de causalidades. Dejé el libro sobre la mesa y me fui la playa. Allí pensé que me gustaría escribir una historia sobre un tiburón... Y el pensamiento se voló junto con las anónimas gaviotas que me acompañaban. Me metí en el agua y nadé. Nadé.

Por la tarde, en casa, volví a abrir el libro de Haruki, dispuesto a enfrentarme con otro fantástico relato, cuando, casualidad de las casualidades, me encuentro con que el siguiente relato, Hanaley Bay, se inicia con las siguientes palabras: “El hijo de Sachi murió a los diecinueve años, cuando un tiburón lo atacó mientras hacía surf en Hanaley Bay...”. Me quedé perplejo. Sentí como si desde otra dimensión se me estuviera diciendo:

“escribe tu historia del tiburón. Esto no es casualidad...” Y evidentemente me volví a olvidar del tiburón. Me olvidé... hasta que ¡apareció!

La noche anterior, Lilí me había comentado: “Me haría  ilusión  que un día me despertases de madrugada y me dijeses: el café está listo; venga corre, que nos vamos a la playa”. Así que al amanecer, oído cocina, ni corto ni perezoso,  le susurré a Lilí con suavidad, pero también con mandato: “ Despierta, el café está listo y ahora mismo nos vamos a la playa”.

No se hizo de rogar. Bosquejó media sonrisa y, aún con los ojos cerrados, inició sus típicos movimientos matinales de lucha contra la ley de la gravedad. Al cabo de veinte minutos ya estuvimos en la cala. Sólo nos acompañaban dos mujeres de edad avanzada que, fieles a su rito matinal, no tardaron en meterse en las cristalinas aguas. Ellas, permanecieron comentando sus cosas cerca de la orilla; Lilí y yo continuamos nadando hasta la luminosa boya amarilla. A unos cuatrocientos metros de la arena.

Recuerdo que en el momento en que vi aparecer la sombra, yo me acababa de agarrar a la boya. Mis brazos la envolvían y mi cabeza se recostaba sobre ella. Mientras, Lilí braceaba a mi alrededor. Estaba graciosa. No paraba de gastarme bromas y no paraba, tampoco, de reírse. Nunca me habían gustado las pelirrojas, pero ésta me iluminaba. Nunca me habían gustado las mujeres entraditas en kilos, pero ésta, como el trasero de Andromaca, armonizaba la generosidad y la discreción en todos sus límites corporales.

Mi primera reacción fue de pánico y quise gritar y avisar a Lilí de que bajo nuestros pies daba vueltas una inmensa sombra, pero me acordé de que el personaje de Haruki había muerto más como causa del pánico que de la mordida del tiburón. Así que pensé, "Mejor me controlo. Total, si aviso a Lilí, tampoco ella tiene posibilidades de llegar a la costa". Con esa intención y la esperanza de que la sombra nos abandonase le dije con voz potente “¿Ya sabes los verbos que te faltan?”

Me entendió enseguida. La extraña cuestión tenía sentido para ella. El día anterior yo le había preguntado, supongo que como fruto de una ocurrencia sin más mientras conversábamos entrelazados contemplando el ocaso: “Si estuvieras muerta y en el más allá alguien te solicitase que resumieras en diez infinitivos la experiencia de vivir, tú ¿qué verbos nombrarías?”. Y Lilí me había respondido sin dudar: "amar, crear, contemplar, sentir, luchar, compartir, compadecer, procrear..."

Te quedan dos más, le había dicho yo y, ahora, ella, sin perder la sonrisa y con la sombra merodeando bajo sus pies me respondía:

-               Sí, ya tengo la respuesta. Pero no son diez los que me salen. Son doce ¿Valen doce?

-               De acuerdo - claudiqué, intentando no descontrolarme-. ¿Cuáles son?

El primer nuevo infinitivo que le escuché fue “temer” y en ese momento tuve la certeza de que la sombra ya mostraba sus letales colmillos. Sin duda se trataba de un enorme tiburón que en cualquier momento se decidiría por ella o por mí. Y le grité “Lilí, te quiero”. Ella pareció extrañarse de mi salida amorosa. Y yo me extrañé de que ella no adivinara todavía la terrorífica presencia y, no menos, de que la bestia virase en el justo momento en que lancé mi grito amoroso.

-Espera. Calla – prosiguió ella-. Todavía me quedan tres infinitivos más y son: "adorar, gozar y dar" Y no digo "caminar" porque ya no me dejas. ¿O sí me dejas?

-Sí te dejo -le volví a gritar-. Y en ese momento supe que no me importaba morir junto a ella y nadé hasta enlazarla mientras arrojaba de nuevo al cielo un: ¡¡Te quiero, Lilí!!

Cuando la tuve entre mis brazos comprobé prudentemente aliviado que la inmensa aleta se alejaba y entonces grité todavía más alto: “¡¡¡Lilí. Te quiero!!!”. Y ella, mirando fijamente hacia un punto lejano, me susurró en la oreja con los ojos cargados de lágrimas: “No tienes ni idea del horror del que nos acabamos de librar. Luego te lo cuento... Pero ahora sigue gritando... Que está claro que funciona”.

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Miguel Cabeza