Mi sombra

10.07.2010 20:19

 

 Para Norma Aristeguy

Me sorprende la viveza con la que puedo revivir aquellos momentos. La noche, el temporal, los vómitos de los pasajeros del salón de butacas. Casi puedo sentir en la palma de la mano la frialdad del pomo exterior de la doble puerta al salir dando tumbos a cubierta. El momento de levantar el pie izquierdo para no tropezar con el marco ligeramente elevado y el golpe sorpresivo del poniente gélido. Luego, las ráfagas de viento arañando mar y estrellas sobre mis pómulos helados. La humedad salitre del castigado barniz de las barandillas de seguridad al subir la escalera de la sobrecubierta del capitán. Tengo miedo, aunque ya son muchas las travesías que llevo sobre mis jóvenes espaldas de estudiante en Barcelona.

Sé, por anteriores experiencias, que lo mejor para tranquilizarme en las noches alborotadas es subir a la cubierta superior, sobre la sala de mandos. Allí, curiosamente, es donde mi corazón se pacifica. Donde me despreocupo de los estallidos blancos que remontan la proa. Me sorprende siempre la eficacia del remedio. Me asombra como el desasosiego se convierte en serenidad.

Solo, bajo la inmensidad, danzando sobre las profundidades que imagino abisales, asido al metálico pelaje del diminuto corcel que cabriola sobre las olas desbocadas… Y tanto trayecto por delante… Tan sólo llevamos dos horas de viaje y las lucecitas de la costa mallorquina todavía marcan la difusa lejanía del horizonte isleño…

No podría recordar, hoy, cuánto tiempo permanecí en aquel lugar, embriagándome del espectáculo. Pero al menos debió de pasar una hora, porque sí recuerdo que me fijé, al encaminarme de nuevo hacia la escalera, en que ya no quedaba señal luminosa alguna del litoral. También recuerdo que fue en ese momento en el que decidí volver al interior, cuando reparé en la presencia de una sombra cercana que, como yo hasta ese instante, parecía haberse quedado absorta en la contemplación y vivencia de la tempestad. Me sorprendió el no haberme dado cuenta de su llegada. Pero, sin darle más vueltas, bajé decidido a dormir algo. Conseguirlo, no resultó fácil.

Al amanecer, me desperté con los clásicos avisos por megafonía de la próxima llegada a puerto. Casi tan intensos como el olor a pies de alguno de mis compañeros de camarote. Rápidamente salté de la litera, di los buenos días, aseguré mi petate milico con su desafiante banderita republicana cosida sobre su lomo de lona y, tras difundirme cuatro gotas ansiosas sobre la cara, salí pitando a ver si alcanzaba a tiempo del café y la bolsita con pareja de magdalenas. Lo soportaba todo menos no desayunar. Bueno, cuando no se alcanzan los veinte años se hace difícil que algo te tumbe.

Evoco que fue entonces cuando, recorriendo los pasillos aceleradamente y ya a la vista del puerto de Barcelona, me asaltaron la sorpresa por fulminante mejoría del tiempo, la sensación de descanso a pesar de la noche de perros y la seguridad de haber tenido alguna pesadilla relacionada con la sombra que me había encontrado en la sobrecubierta la noche anterior. Aunque lo intenté, no conseguí precisar las pinceladas argumentales del turbio sueño, pero supe que esa sombra tenía que ver conmigo, con mi vida.

Con Barcelona a la vista, aparté los intentos de mejorar el recuerdo y me concentré en cómo iba a llegar a Sarrià, lugar donde se encontraba mi residencia de estudiantes, puesto que me quería ahorrar el pequeño tesoro que suponía recurrir a un taxi.

En cuanto llegué a la residencia, me dirigí a la 428, mi habitación. Saludé a la señora Pepa, que andaba fregoteando los pasillos –qué buen rollo de mujer-, y, desembarazado del petate, me fui directo al bar, donde don Luis me sirvió el segundo cafecito.

Siempre me atraía el ambiente de la mañana en el interior de la residencia; la soledad de los pasillos, la ausencia de estudiantes en el bar… A las nueve, los de turnos matinales ya estaban en clase y los de tarde dormían tras una noche de estudio, conversación o juerga. 

Existe un detalle que quiero resaltar ahora, la fecha. Sí, la fecha. Puedo recordar perfectamente el día que era, el trece de febrero. No hay duda posible, pues me viene a la cabeza aquello del “espíritu del doce de febrero” con que titulaban algunas portadas de periódicos. En el Diario de Barcelona, el primero que leí, apoyaban los titulares con el careto de ratita triste de Arias Navarro en su discurso ante las franquistas Cortes Españolas. Qué locura, los sucesores del régimen intentando que la futura democracia española se limitase a la creación de "asociaciones políticas". Bien, volviendo, significa que, por fuerza, la fecha en que me encontré por primera vez con la sombra fue justamente la madrugada del trece de febrero de 1974.

Reconozco que seguramente el dato en sí, de la fecha es irrelevante. Sin embargo, me sirve para recordar cuánto tiempo exactamente ha pasado desde que descubrí la realidad más trascendente de mi vida.

Aquella primera noche en Barcelona, tras un día de reencuentros con amigos y rutinas, me acosté temprano. Bueno, temprano en aquella época era la medianoche. Estaba cansado y creí que en momentos me quedaría roque. Pero, por el contrario, no resultó así. La cabeza me daba vueltas y permanecí en agitada duermevela durante larguísimas horas. Al levantarme aquella mañana, no le concedí más importancia al tema, pues pensé que sería consecuencia de la alteración que me había provocado la tempestad de la noche del viaje. Pero sí empecé a preocuparme al cabo de unos días, ya que lejos de cesar la alteración nocturna, parecía ir a más. Noche tras noche, durante las larguísimas horas en que luchaba por conciliar el sueño, volvían a aparecérseme las olas rompiendo en la proa y… ¡la sombra! Aquella sombra de la sobrecubierta que poco a poco iba sintiendo más cercana y familiar. Aquella sombra que ya me olía a mí. En mis nocturnos estados alterados yo intentaba preguntarle quién era. Intentaba mirarla a los ojos… Pero las escenas se columpiaban como un péndulo fatalmente incontrolable. Primero, la tempestad; luego, la sombra. No había forma de detener el movimiento y preguntar.

Pasadas algunas semanas mi salud se deterioraba. Me sentía débil e inquieto. Mis amigos estudiantes de medicina me decían que dejase de tomar anfetaminas para estudiar y que no se me ocurriese mezclarlas con alcohol. Pero yo les aseguraba, y mentía al hacerlo, que ya hacía semanas que había dejado de tomar una u otra cosa. Finalmente consulté a mi hermano y decidimos visitar a un especialista. Mi hermano, tres años mayor que yo y también residente, me acompañaría.

Le pregunté durante el trayecto a la consulta, mientras caminábamos por la Diagonal, por qué las sombras tenían diferente color según se tratara de sus difusos límites izquierdos o derechos. Me miró con cara sorprendida. Qué de qué le hablaba, me contestó con cara preocupada. Y la sorpresa fue mía pues yo siempre recordaba haber visualizado mi sombra de ese modo. También me pasaba con la Luna o con las personas cuando entornaba los ojos hacia la distancia. Pero preferí cambiar de tema y volcar mis dudas en el especialista. Seguimos entonces andando y hablando de banalidades, pero entre las rendijas de la conversación no dejaron de asaltarme imágenes de mis juegos infantiles, cuando con mis amiguitos intentábamos pisar la cabeza de la sombra del otro. Sí, para mí las sombras siempre habían tenido dos lados, el violeta y el marrón… ¡Y me había gustado mucho en la infancia jugar a pisarlas!

El doctor no me tranquilizó. Me lo podía haber ahorrado. Me dijo exactamente lo mismo que mis amigos, que tenía todo el perfil de una intoxicación. Que no se me ocurriese tomar más anfetaminas y que, en todo caso, si lo hacía puntualmente, cambiase las dexhidrinas por centraminas. También me preguntó cuánto alcohol tomaba al día y si fumaba “algo”. Le contesté que no fumaba “nada”, pero a él, sí le dije la verdad y le reconocí beber habitualmente unas cuatro cervezas al día, una media botella de tinto y algunos “gin-tonics… Además de las famosas pastillitas… Me di cuenta en ese momento, por la forma en que me miró, de que desearía sacarme de la consulta… Pero se limitó a advertirme de que, además de las graves consecuencias para mi salud, la falsificación de recetas podría conllevar no menos graves consecuencias legales.

“Joder ¿realmente tomas tanto?, sólo tienes diecinueve años”, me reprochó mi hermano durante el camino de vuelta. Me quedé sorprendido, yo mismo no me había detenido a pensarlo, muchos de mis compañeros me superaban ampliamente… Él mismo, no se me quedaba muy atrás.

Añadió responsable y cabizbajo “deberían controlar más los talonarios de bar que pasan a las familias… Si papá se enterase, esto no pasaría. Se cree que sólo gastamos en comida y servicios complementarios”

Decidí, al llegar, que pasara lo que pasara ya no le contaría nada más a nadie. Eso sí, controlaría más la bebida y las anfetas. Y, de hecho, acababa de pasar algo nuevo inconfesable. A la vuelta del médico, subiendo la calle Capitán Arenas, durante unos instantes me había dado la sensación de que mi sombra se me alejaba unos palmos de distancia.

El fenómeno fue a más. Pero si me había acostumbrado a tener sombras de colores por qué no me iba a acostumbrar a que mi sombra se me alejase de vez en cuando… Ya no quería que nadie me volviese a contar el rollo de la intoxicación. Sería mi secreto. De hecho, aceptar la situación ayudó a calmarme. Mis sueños se fueron homogeneizando progresivamente y cada noche me veía adentrándome tranquilamente en un mundo bidimensional donde sombras juveniles jugaban, sin lastimarme, a botar sobre mi cabeza tridimensional.

Al cabo de unas semanas, esta rutina nocturna no me importunaba lo más mínimo. Siempre sucedía de la misma forma, cuando empezaba a dormirme me parecía escuchar voces distorsionadas, como provenientes de un mundo que debía correr en paralelo. Me resultaban ininteligibles, pero me resultaba indiferente. Ya sabía que, en seguida, esas voces se irían asociando a aquellas sombras adolescentes que no dejaban de perseguir mi cabeza jugando a pisarla. A veces, muchas, conseguían aplastármela diestramente; y otras, era la sombra que me regía la que conseguía aplastar a las otras proyecciones tridimensionales.

Unas semanas más y ya dejé de salir a la calle cuando lucía el sol, pues mi sombra andaba cada vez más libre y yo no quería que la gente se asustara. Dios sabe si acabarían exponiéndome en algún centro científico con visitas guiadas y todo eso.

Pero las cosas volvieron a cambiar tras uno de mis paseos nocturnos. Me di cuenta sin pretenderlo (pues realmente ya me había habituado satisfactoriamente a la nueva situación) de que si deseaba volver a salir a pasear a la luz del día, podía hacerlo. Sencillamente, lo único que tenía que hacer era no guiar yo… Dejar que guiase mi sombra. Aceptar su mando. Así la gente no apreciaría que la sombra se me iba, pues yo la perseguiría.

Quise probar y comencé a variar de nuevo mis hábitos y rutinas hasta que poquito a poco conseguí corretear las calles persiguiendo a mi sombra sin que nadie se extrañase demasiado. La verdad es que ella nunca se ha mostrado especialmente saltarina o impredecible y nunca me ha puesto las cosas muy difíciles.

Y así hasta hoy. Sí. Pero algo ha cambiado. Mi sombra juvenil ha madurado y se ha convertido en una sombra muy atractiva y bien relacionada que me sumerge repetidamente en sus propias relaciones sociales y sus encuentros sexuales. Ello me gusta. Especialmente lo segundo. Es cómodo, pues sus revolcones con sombras femeninas son muy variados y no tengo que preocuparme de conseguir presa, ya que me beneficio, gratuitamente, de mi alegre encuentro con las correspondientes proyecciones tridimensionales que las cambiantes pareja de mi sombra me ofrecen. Atrás se quedaron los inocente juegos de aplastamientos de cabezas.

Ya sólo me inquieta una cosa, la sombra que vi en el barco era mi sombra adulta, creo que mi sombra actual. Me pregunto: ¿Qué debía de estar haciendo allí, en la sobrecubierta del barco, en aquel tiempo pretérito? Me gustaría preguntarle algún día. En realidad, me gustaría preguntarle muchas más cosas, pero también dudo, y ello me preocupa, porque no sé si mi sombra estará preparada para que su proyección tridimensional le hable. No sé… No sé…

Share |

Volver

Contacto

Miguel Cabeza