Por un pelo

12.06.2021 18:16

Se levantó sin ganas de nada. No quería ir a ninguna parte. No quiso ducharse, ni desayunar, ni afeitarse, ni vestirse, ni quitarse el pijama… Justo le dio tiempo e intención suficiente para volver a meterse en la cama tras beber un poco de agua.

Cerró los ojos, percibió su propia respiración. Lenta, obstruida, ruidosa y difícil.  Recordó, lo sucedido en la tarde día anterior y lloró. Lloró a lágrima viva. Descontroladamente. Desde la cabeza, desde el corazón, desde las tripas, desde el alma. Fluían en bucle los fotogramas del trágico momento: Su hijo corriendo hacia la calle persiguiendo a la perrita. El frenazo, las voces entrecortadas de los transeúntes, la cachorra convertida en sordo gemido que vuela por los aires en cámara lenta, la vecina intentando reanimar al pequeño… Tendido e inánime sobre el asfalto.

Pudo haber sido una tragedia infinita.

Sin duda su difunto padre tenía razón cuando decía aquello de “Dios siempre protege a los niños y a los borrachos”.

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Miguel Cabeza