Rutina matinal en el Port de Pollença

03.08.2015 10:20

 

Si en verano, al amanecer, tienes la costumbre de pasearte por la vereda del Port de Pollença, muchos días podrás tener la misma sensación: La sensación de que si estiras desde cualquier punta el velo rosado que cubre las aguas adormecidas, harás volcar las decenas de barquitas y veleros fondeados al abrigo del litoral de la pequeña bahía.

Cuando yo era bastante más joven, no participaba de esa costumbre del paseo de la que gozan muchas almas templadas, pero sí seguía una rutina no menos sedante. Una rutina fascinante. Cada mañana, a esas horas tempranas, me adentraba en el mar en mi kayak que, sólido y estable, me brindaba toda la seguridad. Era un tiempo mágico: la calma marina, la soledad, el despuntar de los primeros rayos solares… Y yo allí, invisible a los cielos, deslizándome como diminuto cisne carmesí sobre la nacarada superficie.

Nunca me cansaba de revivir aquella escena. Era toda para mí. Embriagadora. Poética. Mística. Selecta.

El proceso de mi rito era sencillo: Primero, daba las paladas iniciales muy suavemente, intentando desde el primer momento pasar desapercibido a través de tanta maravilla. Luego, mientras iba subiendo el ritmo, me dejaba absorber por la gozosa contemplación que se me ofrecía desde la proa: la apertura, en forma de uve invertida, de pequeñas ondas irisadas que en seguida volvían a difuminarse en su naturaleza estática. Y, a continuación, ya con toda mi musculatura espabilada, me iba transfigurando en otro tipo de ser. Un ser que solo sabía “ser”. Como gaviota, como roca, como nube… O como algún tipo de animal poderoso y soberbio. Un ser capaz de llegar hasta el faro cercano embriagado por la vivencia de la expresión máxima de la propia energía…

Sí, en aquella rutina, llegar al faro siempre marcaba el fin de la primera etapa y la invitación a un primer descanso. Pero llegar a los pies del faro implicaba algo más. Implicaba tener que dedicar unos momentos a la prudente reflexión antes de proseguir la ruta prevista.  Porque más allá del faro todo podía cambiar rápidamente. Muy rápidamente. En cuanto lo doblabas, te esperaba el mar abierto y, tal vez, un Norte excesivo con olas exageradas para mi pequeña embarcación. Así que, allí, asomaba el hocico del kayak con lentitud prudente y atención absoluta, preguntándome: ¿Qué habrá hoy en la otra parte? ¿Será sensato continuar más allá? Efectivamente, doblar el faro no era cualquier cosa. Doblar el faro significaba atreverse a salir de la protección de la bahía para adentrase en aguas inciertas. En esos minutos, para mí: únicos, podía sentir la interrelación de las fuerzas más poderosas.

Si el día era bueno, mi navegación continuaba. Me dejaba atraer por el sol levantino que tintaba de dorada seguridad un cielo risueño y poco a poco iba dejando a mi izquierda las rocosas gárgolas del cabo que, acechantes y magnéticas, me atraían hacia sí. Entonces percibía el denso latido del corazón de las aguas. Allí todavía oscuras, pero ya hondamente azules… Profundamente vivas.

Con paladas sostenidas, tardaría todavía unos veinte minutos desde el cabo hasta llegar a la pequeña cala de “Es Caló”. Lugar inmaculado donde, una vez asegurado el kayak sobre la pequeña playa de guijarros, me libraría del bañador y nadaría libremente en las prístinas aguas.

Era importante no equivocarse en la previsión del tiempo. Cuando navegas en piragua en soledad, la fragilidad en el mar abierto puede ser absoluta. Cualquier equivocación puede costarte muy cara y yo de hecho ya contaba sobre mis espaldas con la experiencia de algún mal trago… Sólo pensar en volcar, a pesar de considerarme un experto, me ponía de los nervios. Era algo fóbico con lo que luchaba desde la infancia. El miedo a las profundidades era apenas menor que mi inmenso amor al mar (aunque sabía de sobra que en las aguas de Mallorca no existía constancia de ataques de tiburones a personas, desde el famoso caso del gobernador del islote de Cabrera en el siglo XIX); por ello, nunca dejaba de atisbar cualquier movimiento de sombras en el fondo.

La miniaventura cotidiana cesaba en cuanto, de vuelta, volvía a doblar el faro en sentido contrario al de la ida. En ese momento retornaba al mundo protegido de la pequeña bahía. Volvía a mis ensoñaciones contemplativas y a las paladas cortas. De nuevo: el deslizar suave, ligero, espiritual… Veinte minutos más y llegaría al malecón de al lado de casa.

Bueno, corrijo: No siempre resultaba así.

Para mi desgracia, demasiadas veces la vuelta no era tan maravillosa y se alejaba de mis deseos. En dos horas, el mundo era capaz de girar sobre la apacible y familiar bahía, convirtiéndola en pista para un ocio depredador asociado al turismo insensible. Especialmente me crispaba la gente que se sentía con derecho a romper el silencio con sus lanchas motoras, sus demoniacas motos náuticas o sus “party boats” con música a todo volumen. Con derecho a romper aquel paraíso. ¡Uf! Odiaba a esa gente y a los que promovían ese tipo de patética e irrespetuosa economía.

Siendo consciente de esta manifiesta animadversión mía hacia determinado tipo de turismo, turismofobia lo llamarían años después, será difícil la ecuanimidad a la hora de interpretar el suceso que deseo contarte ahora, el que me acaeció a la vuelta de mi rutina matinal el último día de vacaciones de aquel año en el Port de Pollença.

Lo cuento. El día anterior, se me había quedado grabado el aspecto de un energúmeno, rapado al cero, con cabeza en forma de pelota y con la piel incandescente propia de un estúpido proceso de insolación. Un tipo enloquecido que, frívolamente, me había embestido con su lancha, casi haciéndome volcar, mientras me vociferaba en no sé qué idioma, acompañándose de una batería de gestos groseros…

¡Qué rabia! ¡Pero qué rabia! La que sentí.

Y lo cuento, sobre todo, no por esa rabia (tan llovida sobre mojado), sino por la curiosa casualidad de que en ese día de despedida, se me ocurrió, como otras veces, practicar un poquito con el control del kayak antes de salir hacia el faro. La lúdica práctica consistía en jugar a puntería con las pequeñas boyas ancladas. Se trataba, sencillamente, de darle velocidad a la embarcación hasta conseguir que la pieza de protección de la proa golpeara de lleno contra el centro de las esferas rosadas…

En esas andaba yo, cuando ante mi proa se presentó una pelota reluciente. Muy apetitosa… Sin pensarlo, empuñé con fuerza la pala e imprimí la máxima velocidad… Pero… Qué sorpresa la que me llevé cuando, de repente, aquella esferita rosa, aquella boyita tan nueva, se giró motu propio y me demostró ser, no una boya rosa sino… ¡la atónita cara del energúmeno de la lancha del día anterior!  Sí, curiosa casualidad…

Seguro, seguro, muy seguro… que intenté corregir la dirección en el momento previo al impacto. Pero, si te digo la verdad, no estoy tan, tan, tan… seguro… de como acabó la cosa; ya que no escuché ningún grito. Tan solo un golpe seco y crujiente, como el impacto de un martillazo sobre una viga vieja…

Y es que a veces la vida se nos descontrola imprevisiblemente… 

Vale… Vale… Vamos a humanizar este desenlace… Corrijo de nuevo:

Debería haber contado algo más, antes de llegar al supuesto final. Debería haber contado que al escuchar el sonido que me pareció un martillazo sobre una viga vieja, me giré temiendo lo peor y con presto ánimo de ayudar. Sin embargo, allí estaba flotando su cabecita, vociferándome más y peor que el día anterior. Eso sí, juzgué que su moflete izquierdo había pasado del rosado al rojo de mi kayak…

 

 

 

 

Share |

Volver

Contacto

Miguel Cabeza