Una mano es una mano

03.06.2021 06:42

 

Aquel año, la escuela decidió celebrar la fiesta de final de curso en los jardines de un restaurante cercano.

Al atardecer, padres, profesores y alumnos empezaron a cenar. Todo trascurría en un ambiente festivo y familiar: muy agradable y distendido. Las vacaciones ya flotaban en el aire y su aroma alegraba los corazones.

Al fin, ya pasadas las nueve de la noche, el director cogió el micro para anunciar el inicio de las demostraciones propias de las actividades extraescolares y, a partir de ese momento, todos los padres y madres disfrutaron con una variada muestra de diferentes competencias alcanzadas por sus hijos e hijas: cantos corales, instrumentos musicales, baile, microteatro…

Quedaba la última actividad: la demostración de kárate Miyazato.

El maestro de karate  (sensei) y sus pequeños alumnos salieron entonces al entarimado y realizaron un par de katas que resultaron muy aplaudidas e, inmediatamente después, se prepararon para la exhibición de roturas de tabla con mano, puño o pie.

Fue la apoteosis, niños y niñas de entre seis y doce años fueron, uno tras otro, rompiendo sin dificultad cualquier tabla que se les ofreciera. Finalmente, llegó el turno del sensei y se hizo un profundo silencio: el público contuvo la respiración mientras éste se concentraba. Unos segundos más y todo el mundo pudo ver como estrellaba, apoyado en el correspondiente alarido ventral (kiai), su golpe de “shuto-uchi” (parte de la mano entre el meñique y la muñeca) contra las dos tablas que lo esperaban…

Pero las tablas resistieron y el sensei, contrariado, les lanzó un nuevo y fiero golpe de puño…

Y volvieron a resistir.

Al maestro de karate se le empezó a subir la sangre al rostro y, expresando cólera y descontrol, prosiguió una y otra vez aporreando las tablas insumisas que no mostraban ninguna voluntad de ser vencidas.

El silencio se hizo sepulcral. Los niños lo miraban entre espeluznados y avergonzados mientras los que estábamos cerca advertimos que de sus puños enrojecidos empezaba a brotar la sangre… No obstante, su orgullo y dignidad, heridos, le daban las fuerzas y el coraje necesarios para persistir en su voluntad de quedarse sin mano.

Percibí en ese momento que el director iba a intentar parar aquel espectáculo delirante, pero no hizo falta… Al fin llegó la luz. El profesor de kárate se quedó de pronto inmóvil, mientras un resto de inteligencia controlaba la inmensa sensación de vergüenza que le embargaba. Entonces, alzó la mano ensangrentada sobre su cabeza mostrándola ostensiblemente al público y enunciando solemnemente: “como decía mi maestro: una mano sólo es una mano”. Inclinó, a continuación, su cabeza para lograr el más humilde de los saludos, dio media vuelta y, sin proferir más palabras, abandonó el escenario.

Se liberaron en ese momento todos los aplausos.

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Miguel Cabeza