Con el corazón a toda vela

15.04.2021 12:28

El tiempo parecía no querer pasar y ella, ansiosa por llegar al nuevo mundo, no dejaba de visitar la proa del majestuoso velero, intentando, inconscientemente, aproximar el horizonte con la mirada. Pero las velas no se perturbaban con sus deseos y el cielo permanecía, día tras día, celeste y calmo. Ni una brizna de aire sobrevolaba los mares

Al fin, derrotada, María se rindió en su corazón e hizo caso a los avezados marineros que le indicaban que en estas situaciones lo mejor era ponerse tranquilos y permanecer entretenidos. Mal asunto era ese de intentar soplar sobre las velas.

Consecuente, intentó entonces, haciendo caso del consejo, buscarse pequeñas ocupaciones que le permitieran dar sentido en plenitud al paso del tiempo. Así, organizó su horario y se propuso cumplirlo. Pensó en las cosas a las que podría dedicarse y les asignó, como dicta el Eclesiastés, un tiempo a cada una de ellas. El tiempo permitiría ahora que cada actividad diera un tranquilo paso a la siguiente.

Por las mañanas, lavarse, desayunar, ir al camarote de su tía Antonia y charlar un ratito con ella, pasear por la cubierta, contemplar los cielos desde uno de los banquitos de proa, ir a ayudar a los dos ancianos de la segunda planta, charlar un ratito con la abuela Phonix…

A mediodía, la comida y la siesta

Por la tarde, dos horitas de lectura y nuevo paseo por cubierta hasta el atardecer. Luego, un ratito de francés y prepararse para la cena, de nuevo con su tía…

Los beneficios de su entrada en el mundo de la rutina en calma no se hicieron esperar. Respiraba con plenitud y andaba sosegada observando y valorando los detalles de las cosas. Ningún pequeño cambio le pasaba desapercibido, ni dejaba de asombrarla… Aún siendo consciente de que en su exterior el proceso era el contrario y se empezaban a evidenciar los nervios en el pasaje y la tripulación.

Hasta que una mañana de tonos añiles, de repente, las velas se inflaron. Se oyeron, entonces, vítores y aplausos y su mente le dijo que ella también debería ponerse alegre. Sin embargo, María sabía que ya hacía días había llegado. No al nuevo mundo pero sí a un mundo nuevo donde cada minúsculo latido era un eco del ánimo del Universo. Por primera vez, había soltado amarras y se había dejado llevar confiadamente.  Nunca había viajado tan feliz y con el corazón a toda vela.

 

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Miguel Cabeza