El grillo al que no pude amar

25.07.2008 02:09

 

Lo vi pasar a toda velocidad pequeño y granate. Granate negruzco. Grité para que ella me oyera: ¡Corre, corre; una cucaracha! Cuando Marijum lo vio me dijo tranquila y dispuesta a no variar su orden interna de irse a la cama: No es una cucaracha, sólo es un grillo.

 

-Ah, bueno. Si sólo es un grillo... -Le respondí.

 


Entonces le cerré la puerta al recién llegado al tiempo en que Marijum me cerraba a mí la otra y pensé, bueno ya mañana le dejaré salir. Me tumbé en mi sillón favorito y abrí un libro. Pero, me vino el pensamiento: y si le da por cantar toda la noche dentro de casa... ¿Recuerdas que ya te pasó una vez? Vaya rollo.

 

Pero el grillo no cantó ni se grilló. La noche fue clara y pacífica y las estrellas se lucieron. Altivas, dignas, distantes y preclaras. Así como son. Así como fueron. Así como serán.

 

Al día siguiente, nada más despertarme fui a abrirle las ventanas al huésped. Por fuerza tiene que salir. No quiero que se me muera aquí. Vaya responsabilidad.

 

Y a la tarde del mismo día, osea en la tarde de hoy, osea, hace algo más de cuatro horas, ella me dijo que lo había visto salir corriendo de casa hacia el patio. Así que nada de qué preocuparse. Volví a cerrar las ventanas y la puerta de su habitación, considerando: capítulo acabado. Grillocupa salvado.
 

 

Podría parecer que el grillo estuvo preso y fue liberado. Sin más. Que ya todo pasó y punto. Pero lo cierto es que el tiempo transcurrido, unas veinticuatro horas de mis vacaciones, ha dado para mucho y lo anoto sin orden: Bajar a Palma, comprarme el miniordenador con el que escribo , llevar a la perra al veterinario, tomarme con mi Marijum un par de gintonics en un pub de quinceañeros (¿o doceañeros?), llamar a mi prima Nieves, leerme una revista de informática, cambiar los requisitos de inicio del Windows Vista para que se enrolle con más celeridad y los del programario libre no tengan que decirme aquello de “¿lo ves? si ya te digo yo que...”, tomar un pizza livianesse ( o algo así...), llamar a mi madre, contemplar el atardecer más hermoso de mi vida no dejando de reflexionar sobre lo bellísimo que puede ser el crepúsculo de una persona, ir a recoger la persiana de la calle que el viento ha hecho volar y que por suerte no se ha cargado a ningún niño, enterarme de que Barak Obama está teniendo una gira exitosa, cenar con mi hijo, su pareja y Marijum, dormir, ir a hacer la compra, ver mi culebrón favorito...

Realmente está claro que en el tiempo en que un grillo está encerrado pueden pasar muchas cosas. Veamos, a una persona, claro está.

Aunque mi perra, bien mirado, en este tiempo también ha vivido. De hecho ha comido su comida, se ha dejado arrastrar al veterinario, ha dormido un montón de horas, nos ha implorado con la mirada que la saquemos a pasear, lo ha conseguido a medias y ha paseado a medias, se ha cargado una bolsa de basura al estilo canino de este pueblo de mar, ha ladrado a la gente de la calle...

 

Pero en fin, qué suerte que el grillo ha sido liberado. Se ha autoliberado”, pensaba yo. Y lo pensaba sincera y alegremente hasta que hace menos de una hora he podido constatar que Marijum trasladaba su cuerpecito sobre el inmenso columpio de una pala de recoger. Dios mío ¡qué desastre! ¿Por qué? ¿Por qué no fue cierta la versión de su huida exitosa? ¿Por qué lo encerré? ¿Por qué penalice de esta terrible manera su incontenible amor al canto?

 

En fin, ya sólo puedo certificar que su muerte se ha producido antes de las 12 de la noche. En el interior de una habitación cerrada por humano ignorante, el día anterior.

 

También estoy en condiciones de certificar que mientras un grillo espera o no su inminente final, en la tierra pueden pasar infinitas cosas, como, ya lo he dicho, contemplar el atardecer más bello de la vida desde dentro del propio atardecer. Siendo el atardecer.

Y no puedo aclarar nada sobre qué pasa por la grillácea cabeza entre canto y canto mientras la muerte absorbe su vidita por humana desidia.


 

Post data: Cae la hoja del ficus; averigua la brisa los contornos de mi espalda desnuda; suena un fantástica coral grillesca en la lejanía, autista e insolidaria, repetitiva hasta la locura sobre un fondo de lavadoras nocturnas que enlazan sus gemidos de perras solitarias con los más solitarios todavía.


 

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Miguel Cabeza