El tiburón

06.08.2008 01:13


El tiburón

 

Acababa de leer una historia de Haruki Murakami, El viajero casual. Una historia preciosa sobre las casualidades aunque tal vez se trataba de causalidades. Dejé el libro sobre la mesa y me fui la playa. Allí pensé que me gustaría escribir una historia sobre un tiburón y, sin aviso, el pensamiento se voló como anónima gaviota entre las muchas ausencias que me acompañaban. Me metí en el agua y nadé. Nadé.

Por la tarde, en casa, volví a abrir el libro de Haruki, dispuesto a enfrentarme con otro fantástico relato, cuando, casualidad de las casualidades, me encuentro con que el siguiente relato, Hanaley Bay, se inicia con las siguientes palabras: “El hijo de Sachi murió a los diecinueve años, cuando un tiburón lo atacó mientras hacía surf en Hanaley Bay...”. Me quedé perplejo. Sentí como si desde otra dimensión se me estuviera diciendo: “Escribe tu historia del tiburón. Esto no es casualidad...”

Y evidentemente, en minutos, me olvidé del tiburón. Me olvidé hasta que ¡apareció!

Lilí me había dicho la noche anterior, “No te puedes imaginar la ilusión que me haría que un día me despertases de madrugada y me dijeses: El café está listo, venga corre que nos vamos a la playa”. Así que al amanecer siguiente, oído cocina, le dije a Lilí con suavidad pero con mandato, “Lilí, despierta, el café está listo y ahora mismo nos vamos a la playa”. Y, para mi sorpresa, no se hizo de rogar. Bosquejó media sonrisa y aún con los ojos cerrados, inició sus típicos movimientos matinales de lucha contra la ley de la gravedad.

Al cabo de veinte minutos, ya estábamos chapoteando en medio de la cala. Habíamos inaugurado por los pelos, pues dos señoras fieles del rito matinal no tardaron en meterse en las cristalinas aguas. Pero mientras ellas permanecieron comentando sus cosas cerca de la orilla, Lilí y yo continuamos nadando hasta la luminosa boya amarilla. A unos cuatrocientos metros de la arena.

Recuerdo que en el momento en que vi aparecer la sombra, yo me acababa de agarrar a la boya. Mis brazos la envolvían y mi cabeza se recostaba sobre ella. Mientras, Lilí braceaba a mi alrededor. Estaba graciosa. No paraba de gastarme bromas y no paraba, tampoco, de reírse. Nunca me habían gustado las pelirrojas, pero ésta me iluminaba. Nunca me habían gustado las mujeres entraditas en kilos, pero ésta, como el trasero de Andromaca, armonizaba la generosidad y la discreción en todos sus límites corporales.

Mi primera reacción fue de pánico y quise gritar y avisar a Lilí de que bajo nuestros pies daba vueltas una inmensa sombra, pero me acordé de que el personaje de Haruki había muerto más a causa del pánico que de la mordida del tiburón. Así que pensé, "Mejor me controlo. Total si aviso a Lilí tampoco ella tendrá posibilidades de llegar a la costa". Con esa intención y la esperanza de que la sombra nos abandonase le dije con voz potente. “¿Ya sabes los verbos que te faltan?”

Ella me entendió enseguida. Uno de aquellos atardeceres yo le había preguntado mientras conversábamos entrelazados contemplando el ocaso, “Si estuvieras muerta y en El más allá alguien te solicitase que resumieras en diez infinitivos la experiencia de vivir, tú, qué verbos nombrarías”. Y Lilí me había respondido los ocho primeros casi sin dudar:

·         amar

·         crear

·         contemplar

·         sentir

·         luchar

·         compartir

·         compadecer

·         procrear

Te quedan dos más, le había dicho yo y, ahora, ella, sin perder la sonrisa y con la sombra merodeando bajo sus pies me respondía:

·         Sí, ya tengo la respuesta. Pero no son diez los que me salen. Son doce. ¿Valen doce?

·         De acuerdo - claudiqué, intentando no descontrolarme-. ¿Cuáles son?

El primer nuevo infinitivo que le escuché fue “temer” y en ese momento tuve la certeza de que la sombra ya mostraba sus letales colmillos. Sin duda se trataba de un enorme tiburón que en cualquier momento se decidiría por ella o por mí. Y le grité “Lilí, te quiero”. Ella pareció extrañarse de mi salida amorosa. Y yo me extrañé de que ella no adivinara todavía la terrorífica presencia… Presencia que, por cierto, parecía retroceder ante los golpes de mi voz.

·         Espera. Calla – prosiguió ella-. Todavía me quedan tres y son: Adorar, gozar y dar... Y no digo caminar porque ya no me dejas. ¿O sí me dejas?

·         Sí te dejo -le volví a gritar-.

Y en ese momento supe que no me importaba morir junto a ella y, sin dejar de vocear al cielo “¡¡Te quiero, Lilí!!”, nadé hasta que pude enlazarla…

Cuando la tuve entre mis brazos comprobé prudentemente aliviado que la inmensa aleta se alejaba y entonces aullé todavía más alto: “¡¡¡Lilí!!! ¡¡¡Te quiero!!!”. Y ella me susurró en la oreja: “No tienes ni idea de qué nos acabamos de librar. Luego te lo cuento... Pero ahora sigue dando alaridos... Que está claro que funciona”.

 

 

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Miguel Cabeza