Entre los recuerdos de Isabel (Borrador, continuará)

07.07.2009 10:44

 

  

El mundo es siempre sólo para una persona”.

Conversando con A y C-

 

  

Uno

 Aún medio dormido, abrí mecánicamente los enormes ventanales. La radiante luz de un fresco y limpio día azul inundó de golpe la gran habitación al tiempo en que inevitablemente mi mirada deslumbrada se elevaba como una risueña cometa entre las palomas lugareñas del amable valle ¡Qué bello lugar! ¿Lograría compartirlo algún día? ¡Ojalá! suspiró mi corazón... “En fin... Aquí pondré el estudio-estar”; “Este será un buen sitio para proyectar las energías creativas que todavía me quedan”. Realmente era un espacio hermoso. Más aún con ese tiempo perfecto. Sin duda ya necesitaba un día como aquél... aunque una flor no hiciese primavera. Sí, el invierno había mostrado su expresión más dura y no parecía agotado desde luego. De hecho, se anunciaba para mañana una nueva ola de frío polar... Y todavía no había tenido tiempo ni de recoger leña, ni de desembalar radiadores...

 

Durante los últimos meses no sólo me había golpeado la dureza del clima. No. La decisión del cambio de casa, aunque profundamente reflexionada, me había consolidado la sensación de desorganización global, de no tener raíz, de “vivir al pairo”, y ahora, cuando al fin se materializaba la mudanza, se me reavivaban y multiplicaban todos los miedos de la vida en soledad que ya creía haber dejado atrás.

 

Me entretuve un poco más, familiarizándome con las blancas casitas que se iban diluyendo en la distancia; total hoy no tenía prisa...Todo el día para mí. Aunque no podría olvidarme de que a las ocho llegarían Mariadelos y sus primos… Y antes al menos tendría que limpiar los cacharros que se apilaban en la cocina, improvisar un pequeño ambiente en la salita de abajo y preparar una cena más que digna.

 

No tenía claro que mi relación con Mariadelos tuviera mucho futuro, aunque ya se producía un cierto ritmo en los encuentros y la verdad era que, aunque por prudencia y tras tantos descalabros no quisiera aceptarlo, el magnetismo mutuo se evidenciaba por días.

 

En todo caso no querría volver a sufrir una mirada de castigo como la de la última vez que la invité, cuando al llegar a casa, incapaz ella de soportar las deudas con el fregadero y el orden global, inmediatamente se puso como una loca a limpiar los platos y barrer y ordenar. Todo reproche ella, sí señor. Este pensamiento, me arrancó de la ventana y me hizo bajar a la cocina. Sí, sería mejor no dejar todo para después.

 

Lo primero fue buscar la escoba. No fue fácil pero al fin apareció en el oscuro patio de atrás, en el que se apilaban junto a la polvorienta barbacoa, montones de baldosas viejas, latas de Dios sabe qué, botellas vacías y dos bombonas de butano. A la izquierda, flanqueada por una pared de piedra viva, se habría paso una escalerita que en dura pendiente te llevaba directo hacia la cima de la montaña. Realmente si te parabas a pensarlo daba un poco de miedo, cualquier desprendimiento por ahí arriba dejaría enterrados a los habitantes de la casa. Pero si en trescientos años no le había pasado nada... En fin, más valía no pensar en eso.

 

Lo segundo, tras cerrar la primera fase con una rápida barridita superficial de las partes de la casa más sensibles al espectador, fue localizar los informes pendientes sobre mis dos últimas “experiencias de intromisión”. No quería tenerlos descontrolados. Todavía no era urgente redactar el informe definitivo, pero ya empezaba a percibir nervios entre los responsables de la SCI (Societat catalana d'introfarmàcia), empresa para la que trabajaba desde hacía dos años como “explorador-interventor”. Entendía su inquietud, sabían que yo era un tipo indisciplinado e intuían que en cualquier momento podría decirles adiós. Así que siempre estaban intentando, por si las moscas, no perderse la última de mis noticias.

 

Yo no tenía sin embargo por entonces intención de dejarlos. Asumía riesgos enormes, sin duda. Como un buzo técnico en reparaciones de plataformas petrolíferas o como un astronauta saneando paneles en el espacio exterior. Pero, como éstos, percibía unos ingresos que me deslumbraban. Jamás hubiese pensado que una persona pudiese cobrar tanto por su trabajo. Trabajo que además me permitía a diferencia de buzos o astronautas, vivir donde yo quería, como yo quería y planificar a mi ritmo.

 

A veces me preguntaba, por qué valoraban tanto mi labor como “explorador-interventor de intromisión”. Y siempre llegaba a la misma conclusión: Aunque yo no tuviese una cualificación técnica idónea les estaba sorprendiendo con improvisaciones prácticas en la resolución de imprevistos. No me ensoberbiaba por ello, aunque era consciente de que no tenían más perfiles como el mío. Además yo jamás les había puesto un pero y había aceptado los encargos más inverosímiles, los que ningún otro encaraba.

 

Claro que tenía miedo a la muerte o a perderme en los recuerdos de alguien... O quizás peor aún, ser distorsionado o volatilizado por un borrador de recuerdos. No obstante, estaba claro que algo del jugador temerario que había sido en mi juventud volvía a salir a superficie y, por fortuna hasta ahora, todos los encargos me habían encantado a pesar de que los peligros se me habían presentado con más contundencia de la deseable.

 

Y qué caray… En verdad es muy gratificante, cuando gracias al “introback” de la SCI, logras visitar un evento clave de la vida de un individuo. Situarte allí en cuerpo físico, como un cirujano ante el paciente, ver su problemática objetiva y subjetiva, localizar las zonas más oscuras y como quien limpia una lámpara antigua, con delicadeza extrema, empezar a ver el resplandeciente resultado. El feliz objetivo cumplido de resituarle a una persona un recuerdo complejo o una información simple pero vital, en un lugar de su conciencia sobre el que ahora podrá entrar fácilmente la luz. Sinceramente gratificante...l Abrir las ventanas y estallar la luz en la habitación... Me encantaría que todo el mundo pudiese sentir a voluntad ese “Desvelar”.

 

Con el “introback”, la experimentación de intromisión estaba dando un salto cualitativo espectacular. En todas las cocinas de la ciencia no se hablaba de otra cosa. Y el procedimiento era realmente sencillo. Tomar el introback, veinticuatro horas antes de la intervención, enlazar el dispositivo de conexión medular con el paciente, tres o cuatro minutos de proceso de descarga y listo. Casi como si de ordenadores se tratase. Una vez con la información y con el objetivo de no desactualizar las frecuencias de enlace, te retirabas a tu casa o donde creyeras oportuno y allí te conectabas al centro de recursos de intromisión de la SCI, desde el que te tutelaban el proceso de “introsintonización” y en el caso de que fuera necesario te hacían llegar las herramientas virtuales que necesitases.

 

 

Y, ya localizados y puestos a buen seguro mis informes, lo tercero que hice aquella mañana celeste fue sacudirme la pereza y bajar al mercado. Estaba dispuesto a deslumbrar a Mariadelos y sus primos con una soberbia lubina a la plancha. El vino blanco sería gaditano.

 

 

  

Dos

  

Cuando llegaron yo ya me encontraba en plena forma. Me había dado tiempo para una larga siesta, para una segunda paseadita de “ambientación general” por la casa y para darme la ducha necesaria.

 

Mariadelos estaba preciosa, se la veía satisfecha, sus ojazos verdes irradiaban satisfacción a la luz de las velas... ¡Y la había percibido presentarme con orgullo a sus primos en vacaciones!: “Aquí mi extraño nuevo amor”. “¡Qué lanzada va! –pensé-, Seguro que ya venía con un par de copitas”. Descorché la botella y... ¡Alguien llama!

 

Mariadelos me preguntó con la mirada y con un gesto silencioso le expresé “ni idea”. Me levanté y fui a abrir. ¿Quién podría ser? A casi nadie le había avisado de mi nuevo domicilio.

 

 

  • ¡Toni! ¡Qué sorpresa! Estás enorme... ¡Cómo has cambiado! -exclamé con sinceridad a la vez que le daba un abrazo y le invitaba a pasar-.

 

  • Hola Miguel –me respondió el muchacho bosquejando una sonrisa que noté dolorida.

 

  • ¿Es que vives por aquí y te has enterado de mi llegada?

 

  • No, Miguel.

 

  • ¿Entonces...? Pero... Por cierto... Antes que nada: ¿Cómo está tu madre? Ya hace mucho tiempo que no sé de ella.

 

  • De ella se trata... -Me contestó con voz apenada-

 

  • -¿Qué le pasa? Dime.

 

  • Tenemos que hablar con tranquilidad.

 

  • Ahora no puedo, tengo invitados...

 

  • Miguel. Es importante – Insistió.

 

  • ¿Qué tal mañana a las doce? Aquí mismo. Estaremos tranquilos… Pero bueno, adelántame el tema, por favor. ¿Qué le pasa a tu madre?

 

  • Ha caído en una red de recuerdos.

 

  • ¿Ha tomado baccs? ¿No sabe que puede acabar en la cárcel?

 

  • Mañana te cuento.

 

  • De acuerdo. Venga, dame un abrazo.

 

 

Volví con Mariadelos y sus primos tras despedirme del muchacho. Había conseguido inquietarme. Siempre había apreciado y admirado a su madre... Y a veces también deseado. En alguna ocasión incluso se medio abrió una puerta entre nosotros… Pero la vida se encargó de soplar sobre ese mandala apenas se inició.

 

A la mañana siguiente, cuando sonó el timbre yo apenas llevaba quince minutos despierto. Me acababa de enchufar un café doble tras una rápida ducha de agua fría. Me sentía resacoso y pesado. Pero estaba claro que tenía que espabilarme.

 

A Toni le pareció bien mi invitación a mantener la conversación prevista mientras realizábamos un breve paseo por los suaves recorridos de montaña, que prácticamente se podían iniciar desde la propia puerta de mi nueva casa.

 

Con los primeros pasos inicié la conversación. El día se movía cálido pero las moscas, pegajosas, prometían lluvia. Me pregunté quién adivinaría: el hombre del tiempo o las moscas. El frío o la lluvia. O tal vez adivinarían los dos y tendríamos frío y lluvia...

 

  • ¿Sabes que últimamente está muy perseguido el consumo de baccs? Tu madre se la juega…

 

  • Miguel. Mi madre no está jugando. Ese es el problema. Mi madre ya no quiere vivir este presente. Esta realidad. Por eso ha tomado los baccs. Y no los ha tomado con ánimo de volver… Ella quiere quedarse.

 

  • ¡Qué dices!

 

  • Lo que oyes. Me dejó una breve carta. No te la reproduciré. Me estremece. No sabía que fuese tan infeliz. Me pide perdón, me da unas cuantas orientaciones sobre el patrimonio familiar y me dice que su única posibilidad de vivir es volver al pasado.

 

  • ¡Dios…!

 

  • Pero yo no puedo aceptarlo. Necesito que le des motivos para volver.

 

  • ¿Qué le dé motivos para volver? ¿Pero en qué estás pensando?

 

  • Sé que os unía una buena amistad…

 

  • Un momento – le interrumpí- Antes de que sigas. ¿Tú sabes las implicaciones que tiene haber consumido Baccs? Si ella decide volver, le puede esperar incluso la cárcel. Si decide quedarse, en un mes llegará la orden judicial de desconexión… Hace una semana que se aprobaron las nuevas leyes. El gobierno ha conseguido convencer al Parlamento sobre la necesidad de no soportar conexiones indefinidas. Resulta que hay cantidad de personas que están consumiendo con ánimo de no volver. Cada día más. Así que ya es insoportable para las arcas del Estado… Es Lógico que actúen así. Proceder a la desconexión es un recurso drástico, pero la sangría económica en las arcas públicas es socialmente suicida... Los poderes públicos deben actuar...

 

  • Claro que lo sé. Ese es mi drama. Nos quedan quince días. Y entiendo que el gobierno actúe...

 

  • ¡Y qué pretendes que haga yo?

 

  • Búscala, convéncela. Devuélvemela, por favor.

 

  • A ver Toni, entendámonos. Yo soy un colaborador clínico. Yo actúo legalmente. Me estás pidiendo no sólo que me arriesgue físicamente sino que me convierta en un fuera de la ley… Y además, yo no sé en que recuerdos se ha perdido tu madre. Tendría que saber exactamente dónde ha decidido quedarse.

 

  • No lo sé, Miguel. No lo sé. La única pista es que en la nota también me dice que no me preocupe, que no hará nada que pueda perjudicar mi nacimiento…

 

  • Es una pista importante. Tú naciste en el año ochenta si no calculo mal. Supongo que tu madre habrá querido volver a una época feliz o atractiva para ella, con posterioridad a esa fecha…

 

  • Entonces… ¿Me vas a ayudar?

 

  • Voy a tener que pensar mucho y rápido, Toni. Mañana te contestaré…

 

  • Por favor… Sé que eres la única persona que ahora puede ayudarla…

 

  • Toni, mañana te contestaré –le repetí en tono imperativo-. Necesito pensar.

 

 

Regresamos los dos cabizbajos. Sabía que el muchacho lloraba en silencio. Al llegar a casa contemplé alejarse el Ford rojo de Mariadelos. Ya está- pensé-, se ha despertado, no me ha encontrado y ahora se marcha cabreada… ¡Qué nervio de mujer!

 

 

 

Tres

 

 

El anochecer me pilló en la cocina devorando compulsivamente los restos de la cena de la noche anterior. Había algo en esa parte de la casa que me producía rechazo. Como si esas paredes se hubiesen impregnado de sufrimientos. Con el tiempo me enteraría de que efectivamente fue así y de cómo esas paredes habían guardado los últimos días del anterior propietario. Cómo se habían convertido en las únicas testigos de su suicidio. Pero yo, por fortuna, todavía no conocía esa historia. Ahora sólo sentía la extraña presión del ambiente interno tan distinto del que había gozado en el despertar del día anterior. La verdad es que el miedo me estaba conquistando. El miedo y la soledad. De nuevo la soledad.

 

Pero más allá de todo, debía pensar. Mañana tendría que contarle a Toni si A o si B. Me dije que tenía que hacer un esfuerzo y sobreponerme. Debía pensar con claridad, Era mucho lo que estaba en juego.

 

Abrí una botella de hierbas, me puse una copa generosa con un par de cubitos, busque mi libreta de notas y me dispuse a garabatear los folios en blanco necesarios para provocar una buena toma de decisión. Sin embargo, tuvieron que llegar una tercera y una cuarta copas antes de que consiguiese liberarme del miedo y la angustia que me acechaban y pudiese centrarme enteramente en la madre de Toni: Isabel.

 

Había conocido a Isabel Company siendo muy joven. Jovencísimo. Rondaría los catorce años. Durante algunos años compartimos pandilla y algunas miradas descontrolas, sutiles pero intensas, tan indescifrables para ella como para mi.

 

Algunos años más tarde la volví a encontrar. Había conseguido convencer a mis padres para que me dejasen matricular en un centro laico, qué alivio... Quedaban todavía tres años para la muerte del Generalísimo y ya al final de la dictablanda la llegada de un mundo nuevo se evidenciaba. Mi nuevo centro, por ejemplo, era mixto... ¡Lo nunca visto! Alumnos y alumnas compartiendo aulas... Y allí estaba ella...

 

Nos mantuvimos lejanos, cordialmente lejanos. Yo era consciente de mi creciente interés, pero la sentía inaccesible y enamorada de aquel joven estudiante de farmacia... Juntos, sobre la Yamaha 250 de él, formaban una pareja envidiable.

 

Y el año pasó.

 

Nuestro nuevo encuentro se produjo dos años más tarde, los dos ya universitarios en Barcelona. No recuerdo las circunstancias... Sé que todavía ella continuaba con el novio de la Yamaha, aunque luego se me haría evidente que la relación se había relajado. Mi primera retrovisión clara me permite vislumbrarla acompañada de su cuñada, mirando hacia la calle desde el hall de mi residencia de estudiantes. No sé qué haría allí, si habíamos quedado en grupo, o si simplemente ellas esperaban a otras personas y yo me las encontré. No sé. No recuerdo bien.

 

Lo que sí sé es que un día me veo caminando Diagonal abajo, a la altura de El Corte Inglés, con una botella de tinto transportada como un tesoro. Me ha invitado a comer y voy camino de su casa. Estamos frente a frente, el vino ha resultado magnífico: denso el color, el sabor... poderosos sus efectos. Ella está esplendida. Próxima, cordial. Me fascinan los soles esmeralda que me contemplan. Me agitan las transformaciones ondulares de su cabello, un suave movimiento convierte la calma en oleaje. Mentalmente mis manos se convierten en puños bajo su nuca y la atraigo hacia mí... Tengo el corazón en llamas... Tomamos un café y me sorprende mostrándome en plan confidencial-artístico un buc fotográfico. No entiendo el atrevimiento. No estoy acostumbrado a este tipo de cosas. Las fotografías me importan un bledo aunque reconozco unos inquietantes celos hacia el amigo que se las ha hecho. Insiste con las fotos. Por fin cierra el albun y lo deja sobre la mesita de café que ayuda a dar sentido al único sofá de la sala. Sentados sobre la alfombra, juntos, ya no hay más preámbulos. Ahora me doy cuenta de que la mano que juguetea sobre su nuca y se cierra sobre sus cabellos no es mental. El puente se abre y un tráfico pesado de besos tranquilos y densos inicia su rodadura en doble sentido.

 

Apenas unos segundos de limbo y ella inicia el gesto de levantarse. En silencio su mano me invita dulcemente a seguir sus pasos, a descubrir su dormitorio.

 

Tengo que irme pronto, Isabel comparte piso con la hermana de su novio y ésta está al llegar. El peligro no nos deja ir a más. Unos cuantos frotamientos inquietos y eyacular sobre los pantalones dejándome una de aquellas manchas alucinantes que te obligaban a ponerte la camisa por fuera... Me empuja a la despedida e inicio una radiante vuelta a la residencia. Me siento feliz y camino gozando especialmente con la memoria que guardan mis manos. Especialmente los hermosos pechos fotográficos que aún habiendo resultado al tacto un punto menos firmes que a la vista seguían imantando mi deseo.

 

Pronto nos volvimos a ver, cerveza y calamares en la plaza Real, una frívola conversación sobre como les pondríamos cuernos a nuestras parejas en el futuro para que lo nuestro pudiera seguir teniendo su propio espacio. Un paseo Ramblas arriba, salpicado de portales y de abrazos apasionados... Y la traca final en el centro puro de la plaza de Catalunya, “siempre que pasemos por este lugar recordaremos este momento y lo que ahora sentimos...”. Y así fue, al menos hasta donde puedo certificar por mi parte. No importan los años que hayan pasado, siempre que vuelvo a Barcelona, al situarme en el centro de la plaza de catalunya, vuelve a estallar el beso, vuelve a estallarme ella.

 

Nuestra relación no fue más allá. Pasadas unas semanas sin saber de Isabel, me llama y me invita a una fiesta. Es en la casa de una amiga, en uno de aquellos pueblos que separan la distancia de Barcelona con la Universidad de Bellaterra, Tal vez las afueras de San Cugat. En la fiesta está la hermana de su novio. Yo bebo y bebo queriendo ayudarme a saltar la muralla que la guarda y, imprudente por momentos, me voy significando abiertamente. Ella está en tensión, la estoy poniendo en tensión. Quiere que me controle y me lo susurra. Dolido, acabo profundamente dormido, en el suelo, con la cabeza sobre un cojín, detrás del bafle.

 

Me despierto en la madrugada. Alguien me ha ayudado a ponerme sobre una camita supletoria y me ha tapado con una manta ligera. Todo me da vueltas. Me siento frustrado y avergonzado a la vez y todavía medio borracho salgo del chalet. No quiero hacer ruido y lo hago por la ventana de la sala. Entre vides y brumas consigo llegar a la estación... Y ahí se acaba mi historia con Isabel. Creí que pronto me llamaría y lo arreglaríamos, pero no sucedió. Orgulloso, tampoco yo la llamé.

 

Recuerdo que días más tarde escribí un poema, afectado por aquella relación que parecía prometer al menos el descorche de la botella de cava agitada y, sin embargo, se disolvió como terroncitos de la nada. Intento recordarlo pero no alcanzo ni a un solo verso. Tan sólo algunas palabras sueltas: perdidos, abetos, tristeza...

 

A partir de entonces, mis recuerdos de Isabel volvían a resultar insignificantes. Saludarnos en alguna manifestación del primero de mayo, algún encuentro fortuito por el centro de Palma paseando a un pequeño Toni de la manita, volverla a encontrar años después en un café y contarnos cuatro cosas muy formales sobre nuestras vidas... Y la última vez, de nuevo acompañada de un Toni ya veinteañero, en un garito de playa. Isabel había acusado, como todos, el paso del tiempo, sus ojos esmeralda habían cedido transparencia, pero su pose era la misma. Estirada, armoniosa... Aparentemente siempre fueron conversaciones fáciles, sin peso, sin carga. Las típicas frases entre viejos conocidos que ya hace mucho dejaron de tener relación. Sin embargo, ahí seguían esas miradas densas, inquietantes y cargadas de magnetismo.

 

En fin, hasta aquí mis recuerdos de Isabel en aquel momento. La noche seguía avanzando y ya no quedaba mucho para tenerle que dar una respuesta al muchacho ¿Iría a buscar a su madre sí o no? La pregunta siguió revoloteando libre entre las oscuras paredes opresivas, pero yo ya sabía mi respuesta. Sí iría, no podía dejar de ir. Más allá de un sentimiento de obligación que no sentía, más allá de mis propios principios, más allá de mi naciente relación con Mariadelos, más allá de mis miedos, me llamaban los ojos esmeralda de Isabel.

 

 

 

 

 

 

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Miguel Cabeza