La luz del pantano de Mediano

19.08.2010 14:18

-I-

Era el momento. No había vuelta atrás. Desmontó la pala y la sujetó bajo la redecilla de proa. Curvó la espalda hasta sentir que su cabeza se encajaba entre las rodillas y con las palmas de las manos presionó sobre las dovelas del vano sur del campanario para poder así impulsarse suavemente hacia el interior. Solo en esa forzada posición podría el kayak atravesar la pequeña oquedad. Sin embargo, por un instante retuvo el empuje para dejar que el morro de proa husmease preventivamente la negrura antes de introducirse en la torre sumergida bajo las aguas del pantano de Mediano, la torre de la antigua iglesia de la Asunción.

Todo estaba bien. Comprobó. Todo sucedía tal como en el sueño se le había indicado: Agosto, noche de luna llena y aquellas aguas superando lentamente la base de los arcos.  Sí. En realidad, aquella vivencia le era bien conocida. El sueño solía repetirse con bastante precisión. Ahora le tocaría esperar a que el líquido elemento acabase de sellar los seis vanos y dejaran de filtrarse, a través de ellos, los reflejos lunares.

¿Cuánto tiempo podría respirar una persona en aquella pequeña cavidad una vez lacrada? No sabía… ¿Importaba?  Estiró las piernas más allá de los pedales de dirección y apoyó la base lumbar sobre el minúsculo respaldo. Atrapó de nuevo el remo plegado, lo miró sin verlo y lo volvió a soltar... Ya, para qué lo quería. Ahora centró su mente en el objetivo: la cita inaplazable. Atento a cualquier señal, se dispuso a esperar a que ella viniera a buscarlo… Entonces, las manos, autónomas, juguetearon en el agua y le transmitieron la emoción de poder acariciar el anegado flujo fantasma de las vidas pasadas.  Pero las muñecas, especialmente sensibles, anclándole en el momento presente, le advirtieron del problema que, llegado el caso, podrían suponer las bajas temperaturas para una inmersión.

Reflexionó. Para la espera, había previsto enfundarse en  traje de neopreno de manga y pantalón cortos; fino, de 3 mm, como el que utilizaba para el surf durante la primavera o el otoño. Así, si se hacía larga, podría superarla más confortablemente.

Y la espera se hizo larga. Muy larga. Al cabo de un par de horas, la previsión del traje adecuado no había conseguido evitar que a Luis se le empezaran a encalambrar las piernas, haciéndole sentir un intenso dolor que se le extendía hacía los tobillos. Ese dolor imprevisto, le preocupó y preguntó entonces al sueño guía ¿Qué decía éste sobre la duración del tiempo de la espera? Tomó consciencia de que carecía de respuesta. Únicamente, el sueño, garantizaba que ella llegaría en cualquier momento… Esa certeza de que, pasara el tiempo que pasara, ella acudiría a la cita, le renovó los ánimos. Así, pasara el tiempo que pasara, él resistiría.

Pero el dolor no entendió la heroica consigna y, por el contrario, se afianzó rápidamente en ambas piernas. Luis comprendió que tenía que reaccionar e improvisó un posible remedio: las recogería con ayuda de los brazos para poder liberarlas luego sobre la cubierta de proa. Sin embargo, el dolor se hizo aún más intenso y él creyó que debería intentar movilizarlas bajo el agua. No quedaba otra. Así que completó un volteo de caderas con la intención de reptar marcha atrás por la proa, a horcajadas y bocabajo, para intentar sumergir el cuerpo, pero quedándose asido a la empuñadura. Tras conseguir su propósito, estiró del chaleco salvavidas y recostó la cabeza sobre él, a la vez que su mano izquierda encontraba la cuerda de la línea de seguridad del kayak. Entonces inició el pateo bajo el agua.  Ahora sí, el dolor se calmó de inmediato y Luis evocó el largo camino transcurrido hasta llegar a aquel momento.

Hacía ya seis años que acudía en agosto, al pantano de Mediano y, por fin, en esta ocasión se habían dado las claves que el sueño ordenaba. El sueño que cada noche se le repetía desde poco después de la fatídica muerte de Ana en aquellas mismas aguas confinadas, densas y misteriosas.

La primera vez que llegó el sueño, fue a las dos semanas del accidente… Justo la noche anterior del día en que él tenía previsto su propio suicidio. Y es que desde el accidente, Luis se sentía incapaz de seguir viviendo, pese a tantas ayudas recibidas. La decisión de poner fin a su vida era irreversible.

No podía vivir con ese vacío, simplemente no podía.

Pero el sueño lo cambió todo. El sueño albergaba nítidamente la promesa del reencuentro y Luis creyó en él. Desde ese momento, casi cada noche, el sueño se repetiría con las mismas indicaciones: Él, debía esperar las señales precisas. Si cumplía con las orientaciones podría volver a ella.

La nocturna experiencia onírica siempre se iniciaba de idéntica manera; Luis se revivía feliz, de la mano de Ana, admirados y en silencio ante el paisaje luminoso que envolvía las aguas al llegar a la orilla con los dos kayaks verdelima, recién alquilados en la vecina Aínsa, todavía sobre la baca del coche. A continuación, Ana se giraba, las miradas se fundían y, tras un amoroso apretón de manos, los dos se encaminaban entrelazados hacia las pequeñas embarcaciones para equiparlas e iniciar, enseguida, la travesía.

Proseguía el sueño con la imagen de los dos kayaks distanciándose confiadamente el uno del otro. Él, se iría acercando a la vieja torre que sobresalía en el pantano. Observaría que si fuese capaz de inclinarse suficientemente sobre sus piernas podría pasar al interior del campanario de la iglesia sumergida a través de alguno de los vanos de la torre. Entonces, atraído por la posibilidad, le gritaría a Ana, que se habría quedado rezagada, descansando y  saboreando el sol de aquel bellísimo día: “¡Voy a pasar dentro, tengo curiosidad…!” Esperaría unos instantes más y no se impulsaría hasta que no oyese la respuesta: “Vale, cuidadito…. Aquí te espero”.

En la tercera secuencia del sueño se veía a sí mismo saliendo de la torre y buscando con la mirada la piragua de Ana, para sorprenderse enseguida al verla tan alejada. Se aproximaría a ella con paladas tranquilas, hasta el momento del sobresalto. El momento en que comprendería que el Kayak de su amor había volcado. Entonces todo adquiriría el frenesí del pánico desbocado. Se apresuraría histérico y conseguiría liberarla de aquel cubrebañeras que se había convertido en trampa mortal. Pero ya sería tarde. No conseguiría reanimarla. Ana no respiraría, su corazón no latiría... Entonces, la arrastraría hasta la orilla, le insuflaría aire boca a boca combinando las maniobras de recuperación que hacía tanto tiempo aprendiera. Pero resultaría inútil. El rostro de Ana seguiría saboreando el sol radiante… Pero ella se habría ido para siempre.

La certeza para la sólida esperanza se la daba la última fase del sueño. Una voz líquida le decía bajo la luna llena reflejada sobre la superficie calma del pantano que “En una noche de agosto en crecida, tal como llegaste, encontrarás su luz en el interior… Cuando las ventanas se sellen”.  Y Luis experimentaría, a continuación, el inequívoco sentimiento de que el mensaje provenía de ella, su amada Ana.

Al final del sueño, al despertarse, sentía paz, casi felicidad. Para él, el mandato era diáfano y no existía posibilidad de duda: En una noche de agosto, tras días de lluvia ( así interpretó las palabras “en crecida”) debía introducirse por la limitada oquedad, en el momento en que el nivel de la aguas fuera justo el  suficiente para  permitir  la entrada de un Kayak con el palista  plegado sobre los muslos (así interpretó las palabras “tal como llegaste”). Luego esperaría a que la cúpula acabase de quedar sumergida (“cuando las ventanas  se sellen”). Entonces llegaría su luz… El repetitivo sueño siempre transcurría en noche de luna llena, así que este requisito también le quedaba  claro.

Y, al fin, él estaba ahí, esperándola. Felizmente todas las claves se habían dado. Seis años de amante espera. Pronto Ana le llevaría con ella de nuevo. Pronto, muy pronto…

Luis deja ahora sus evocaciones y vuelve al momento presente. Vuelve a tomar conciencia global del instante en que vive. La espera continua. Los minutos siguen pasando y nada sucede. La atmósfera guardada en la pequeña cúpula densifica el sepulcral silencio. El aire secuestrado se transforma en liquidez pétrea y siente que el oxígeno le empieza a faltar. Imaginaciones o no, percibe que en sus pulmones ya sólo recalan agobiadas bocanadas de negrura…

Tampoco el frío quiere facilitarle la espera y le empieza a mellar el cuerpo. Luis se orina dentro del traje protector, buscando alguna  tibieza que le ayude. Pero el remedio es pasajero y siente que pierde fuerzas. Que se marea y pierde movilidad.

 

Intenta subir de nuevo a la piragua y lo consigue a medias. Las piernas están atrofiadas y la musculatura de los brazos reniega del esfuerzo que se le pide. Tan sólo consigue disponerse sobre la piragua como si su cuerpo fuera la carga depositada sobre un mulo cruzando el río. Traidora y mezquina, de golpe le asalta y le atrapa la duda: ¿Y si todo fue fantasía?

Se revuelve en su interior, no quiere aceptar esa posibilidad. Aunque, por otra parte, qué más da… ¿No quería suicidarse…? Pues ahí está a las puertas de la muerte ¿Por qué lamentarse ahora…? ¿Acaso no morirá por amor?

Poco a poco una sensación cálida y acogedora le va invadiendo. Había oído hablar de lo dulce que era la muerte por frío intenso. Sonríe recordando una escena de una película que visionó recientemente. Una historia de amor que acababa felizmente.

Luis se está abandonando... No se lamenta. No se recrimina. Acepta el final y se siente pleno y feliz. Por un instante cree ver a su madre ofreciéndole un refresco al salir del agua en verano. Su madre le acaricia y ahora le acerca un bocadillo. Él tendría ocho o nueve años…

Plomizo. Sin fuerzas, sin pensamientos, sin intención. Siente la atracción que le estira desde el fondo de la torre.  El flujo fantasmal que procesiona bajo las aguas viene a recibirle. Todos aquellos seres del pasado con las manos extendidas hacia él. Con sus rezos y sus cantos… Allá abajo…

Y de repente… ¿Un atisbo de la luz? ¿Es ésta la luz del sueño? No, nada que ver con la claridad de la luz del sueño… No obstante, le rebrota minúscula una chispa de conciencia sobre la misión que aquí le trajo. Se abre a los restos del coraje y exige un poco más a la vista. Logra entonces percibir una difusa luz sucia y verdosa que proviene del exterior de los vanos ¿Pero… y si es ella? Hace un último esfuerzo y se agita hacia ese rumor de claridad indefinida… La emisión de la luminaria se afianza, más prometedora, más blanca. Se empuja de nuevo en las dovelas, pero ahora hacia el exterior. Alcanza autómata la superficie externa y el aire limpio le inunda los desesperados pulmones. Entonces la luz se vuelve  radiante: una luna llena perfecta reina sobre los mundos sumergidos. Claramente los resplandores de plata le marcan el rumbo hacia la orilla que, nívea, parece sonreír bajo los viejos abetos.

“¡Ana, Ana… espera! ¡Ya llego, espera!” Bracea, saca fuerzas de donde ya no las hay… y consigue alcanzar las fangosas piedras… De repente, una errática nube con forma de hoz siega el delirio y le devuelve al mundo de las sombras. Ya no queda más luz que la de los débiles reflejos que le llegan desde el capó de su coche aparcado en la orilla. Comprende entonces el engaño y permite que la muerte sincera acuda fatalmente a socorrerle.

-II-

Cuando Luis vuelve a abrir los ojos ya es de día. Las sirenas de la ambulancia parecen haberle despertado. Las sombras bailan en el interior del vehículo y él intenta incorporarse… Sin embargo, percibe que está sujeto, que no puede hacerlo.

 Alguien le acompaña. Con voz dulce pero firme, esa presencia le ordena, “Cálmate y respira tranquilo, estás a salvo”. Luis se vuelve hacia el origen de esas palabras, distingue entonces unas mangas blancas,  luego esa tarjeta que identifica a su portadora como doctora de urgencias y, al alzar un poco más la mirada, comprende sobrecogido que la fuente de la luz de su sueño proviene de los ojos celestes que le miran solícitos y compasivos.

 

 

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Miguel Cabeza