la mano

26.06.2008 20:06

 

 

Mi trabajo como profesor me permite una cierta flexibilidad horaria durante la segunda quincena de junio. Aquel jueves me quedaba libre y poco después del desayuno pensé que sería una buena idea empezar el día tomando un bañito en la piscina del club de al lado de casa

 

Los primeros días de verano son días preciosos. Retorna a uno la certeza del descanso y del olvido y la transparente luminosidad  de las mañanas puede sumergirte  en un estado de renovada complacencia con la vida. Cuando llegué, continuaba en mi estado risueño, casi no había nadie y en cuanto me puse el bañador seguí directo hacia la piscina. Allí se abría un pequeño oasis artificial  y los contrastes se ofrecían nítidos incluso para mis cuatro dioptrías por ojo. Las inmensas claraboyas de la piscina climatizada habían sido situadas en la posición de máxima apertura. Una suave brisa acariciaba la superficie de las cautivas aguas favoreciendo una percepción de frescura natural poco habitual en este tipo de instalaciones. Y lo cierto es que en cuanto me sumergí  y di las primeras brazadas, quedé sorprendido. Mi piel respiraba las mismas sensaciones tonificantes  que regalan los baños de otoño en las calas mediterráneas.

 

¡Qué bien! ¡Qué agradable! Francamente me sentía agradecido de la vida. Chapotee un ratito más y me volví al vestuario. Fue entonces cuando me llamó la atención la puerta entreabierta de los baños turcos. Estiré la mano para cerrarla y evitar que se perdiera el calor. Pero qué caray, no tenía prisa… Así que para adentro. Me gustaba el baño turco. La atmósfera cálida y húmeda, los vapores con su punto de eucaliptos, las lucecillas que bailotean a cámara lenta…

 

Entré a tientas, pues las candelitas eléctricas se hallaban, cosa no tan extraña últimamente, apagadas. Permanecí de pie, esperando que mis ojos empezasen a dominar la oscuridad del habitáculo. Pero mis ojos no progresaban. Por ello, contra mi costumbre, no me senté en mi rinconcito habitual sino que lo hice en el único sitio desde el que se podía percibir la luz que entraba a través de la puerta de cristal. Coloqué a mi derecha las llaves de la taquilla  y también mis ahora inútiles gafas, el gorrito de baño, la toalla  y las gafas de natación en su fundita de plástico. Estiré la columna, puse las palmas de las manos a descansar sobre las rodillas y cerré los ojos, dispuesto a dejarme llevar por la nada, la oscuridad y los sedantes vapores. Durante unos minutos la calma fue ganando  posiciones hacia el interior desde y a través de todos los poros de mi piel. Sin embargo, en algún instante, alguna inquietud atrincherada no la dejó avanzar más. Volví a abrir los ojos tomando conciencia de que había dado por sentado que yo era el único ser presente en aquella negrura y ¿era realmente así? No puedo decir que me asustase, pero quise romper la duda. Así que volví a escudriñar con la mirada y el oído. Pero nada veía ni nada escuchaba y no quedándome tranquilo pregunté con voz apagada ”¿estoy sólo?” No hubo respuesta y sin embargo cada vez me iba poniendo más nervioso, era como si percibiera que realmente, a pesar del silencio, estuviese acompañado por alguna presencia indescifrable. Entonces ordené  a mis manos que exploraran, que fueran palpando el banco… Y ellas, obedientes, guiaron al resto de mi cuerpo hacia la esquina opuesta del habitáculo… Hasta encontrarse con la mano fría y estremecedora…

 

El grito que pegué debió de oírse en recepción pero evidentemente no me quedé a esperar respuesta. Me abalancé sobre la puerta. Y como si se tratara de la típica escena de terror, ahora la puerta no se abría. Intenté calmarme pero no pude. El sentimiento de la presencia oscura me invadía a la vez que la temperatura parecía subir por momentos. Los ojos se me estaban quemando literalmente al tiempo en que yo continuaba gritando y lanzando repetidamente mis cien kilos contra la puerta. Que, al fin,  cedió de golpe, como la tapa de un volcán, permitiendo que el hombre lava corriera sin compostura por el desierto pasillo que parecía no tener fin...

 

Pero no desemboqué en el vestuario sino en una sala desconocida. Tan vaporosa como los baños turcos aunque con la luz de una mañana de niebla londinense. Y al fin empecé a ver. Había una persona dormida en una cama. Parecía profundamente dormida… Y yo la conocía bien. Estaba en mi cuarto, en mi casa y era yo.

 

¿Puedes imaginarte lo que se siente  cuando uno se ve a sí mismo durmiendo sin poder despertar al durmiente para que te ayude a salir del sueño que puede mataros a los dos? ¿Cómo puedo conseguir que sientas lo que sentí? Respiré profundamente y me armé de valor, por ahí no había salida. Tendría que volver al baño turco si quería hallar alguna.

 

Lentamente volví sobre mis pasos. El turco aún tenía la puerta abierta y por ella continuaban emanado al exterior los densos vapores. Entré de nuevo y me senté sin dejar de respirar rítmicamente con el bajo vientre. Todos mis sentidos en estado de alerta máxima. Volví a estirar la espalda, mis manos se volvieron a acomodar sobre mis rodillas. Cerré los ojos. La única posibilidad de salir de allí era desde la calma. Cambiar el sueño. Volver a tantear el banco dispuesto a reconocer que la mano fría habría desaparecido. Así lo hice. Y así no la encontré. Recogí, sin dejar de respirar intensamente, mis gafas, mi toalla, mi gorrito y las llaves de la taquilla. Ahora la puerta continuaba abierta y salí lo naturalmente que pude aunque sin dejar de acelerar controladamente los pasos.

 

En el vestuario dos tenistas recién llegados me dieron los buenos días. Uno de ellos se me quedó mirando inquieto, algo me notaba. Le leí el pensamiento. No se atrevía a preguntarme si me pasaba algo.

 

Ya en la calle me olvidé el coche en el parking y anduve hacia casa intentando poner en orden tanta locura. Nada más llegar, lo primero que hice fue fijarme en la perra. Tengo fe ciega en sus avisos y ella  estaba tranquila. Con inquietud alucinada abrí la puerta de mi habitación ¿Estaría yo allí durmiendo? No, la señora de la limpieza se acababa de marchar y había dejado todo en orden absoluto. Allí no había nadie y dentro de la cama recién hecha desde luego no estaba yo.

 

¡Dios mío! ¿Qué me está pasando? Son las palabras que yo regurgitaba cuando oí el timbre de la puerta. Desde la otra parte de la verja un tal señor Casaura que dijo ser del Banco Sur me pidió unos momentos de atención para tener la ocasión de explicarme el interés de nuevos servicios. Al abrirle me extendió su mano. Su mano fría y estremecedora…

 

 

 

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Miguel Cabeza