La mano

29.11.2009 21:14

 

Mi trabajo como profesor me permite una cierta flexibilidad horaria durante la segunda quincena de junio, cuando ya los alumnos inician las vacaciones estivales pero los miembros del claustro todavía debemos enfrentarnos con notas, informes, actas... En el marco de esta flexibilidad, aquel jueves me quedaba libre y, tras un frugal desayuno en el que no faltó una taza de café, pensé que sería una buena idea empezar el día tomando un bañito en la piscina de al lado de casa

Para mí, esos primeros días de verano son días fenomenales. Retorna a uno la certeza del descanso próximo y del olvido ocioso de las obligaciones. Esa promesa renovada, sumada a la transparente y azul luminosidad de las mañanas, te sumerge siempre en un estado de renovada complacencia ante la vida.

Cuando llegué al club, continuaba en mi estado risueño. Casi no había nadie y en cuanto me puse el bañador fui directo hacia la piscina. Allí se abría un pequeño oasis artificial y los contrastes se ofrecían nítidos incluso para mis cuatro dioptrías por ojo. Las inmensas claraboyas de la piscina climatizada habían sido situadas en la posición de máxima apertura. Una suave brisa podía entonces acariciar la superficie de las cautivas aguas favoreciendo una percepción de frescura natural poco propia en este tipo de instalaciones. Y lo cierto es que en cuanto me sumergí y di las primeras brazadas, quedé sorprendido. Mi piel respiraba las mismas sensaciones tonificantes que regalan los baños de otoño en las calas mediterráneas.

¡Qué bien! ¡Qué agradable! Francamente me sentía agradecido de la vida. Chapoteé un ratito más y, satisfecho, me volví al vestuario. Fue entonces cuando me llamó la atención la puerta entreabierta de los baños turcos. No me gusta que se despilfarre ningún tipo de energía y estiré la mano para cerrarla del todo y evitar que se perdiera el calor. “Pero ¡qué caray! -pensé-, no tengo prisa…”

 Así que, sin pensarlo dos veces, me adentré en aquel ambiente neblinoso . Me gustaba el baño turco. La atmósfera cálida y húmeda, los vapores con su punto de eucaliptos, las lucecillas que bailotean a cámara lenta…

Entré a tientas, pues las candelitas eléctricas, extrañamente, se hallaban apagadas y permanecí de pie esperando que mis ojos empezasen a dominar la oscuridad del habitáculo. Pero mis ojos no progresaban. Por ello, contra mi costumbre, no me senté en mi rinconcito habitual, sino que lo hice en el único sitio desde el que se podía percibir la luz que entraba a través de la puerta de cristal. Coloqué a mi derecha las llaves de la taquilla y también mis ahora inútiles gafas, el gorrito de baño, la toalla y las gafas de natación en su fundita de plástico. Estiré la columna, relajé el cuello y los hombros, puse las palmas de las manos a descansar sobre las rodillas y cerré los ojos, dispuesto a dejarme llevar por la nada, la oscuridad y los sedantes vapores.

Durante unos minutos la calma fue ganando posiciones hacia el interior desde y a través de todos los poros de mi piel. Sin embargo, de repente, alguna inquietud atrincherada no la dejó avanzar más. Volví a abrir los ojos tomando conciencia de que había dado por sentado que yo era el único ser presente en aquella negrura y ¿era realmente así? No puedo decir que me asustase, pero quise romper la duda. Así que volví a escudriñar con la mirada y el oído. Pero nada veía, ni nada escuchaba y, no quedándome tranquilo, pregunté con voz apagada pero clara: ”¿Estoy sólo?”. No hubo respuesta y, sin embargo, yo cada vez me iba poniendo más nervioso, era como si percibiera que realmente, a pesar del silencio, estuviese acompañado por alguna presencia sibilina. Entonces ordené a mis manos que exploraran, que fueran palpando el banco… Y ellas, obedientes, guiaron al resto de mi cuerpo hacia la esquina opuesta del habitáculo… Hasta encontrarse con la mano fría y estremecedora…

El grito que pegué debió de escucharse hasta en la recepción. Automáticamente, me abalancé sobre la puerta y, como si se tratara de la típica escena de terror, ahora la puerta no se abría. Intenté calmarme, pero no pude. El sentimiento de la presencia oscura y maléfica me invadía a la vez que la temperatura de la sala subía ostensiblemente. Los ojos se me estaban quemando, literalmente, al tiempo en que yo continuaba gritando y lanzando repetidamente mis cien kilos contra la puerta. Que, al fin, cedió de golpe, como la tapa de un volcán, permitiendo que el hombre lava corriera sin compostura por el desierto pasillo que parecía no tener fin...

Pero no desemboqué en el vestuario sino en una sala desconocida. Tan vaporosa como el baño turco, aunque con la luz de una mañana de niebla londinense. Pensé que el pánico me había hecho correr por otra salida cuya existencia ignoraba. Y al fin empecé a ver. Había una persona dormida en una cama. Pero se la veía en medio de un sueño agitado. Jadeaba y emitía sonidos lastimeros… Y yo la conocía bien. Estaba en mi cuarto, en mi casa y ¡era yo!

¿Puedes imaginarte lo que se siente cuando uno se ve a sí mismo durmiendo sin poder despertar al durmiente para que te ayude a salir de la fantasía onírica que puede mataros a los dos? ¿Cómo puedo conseguir que sientas lo que sentí?

 

Respiré profundamente y, a pesar del desgarramiento interior y la inmensa tensión que padecía, pude darme cuenta de que por ahí no había salida. Darme cuenta de que, si intentaba un autorrescate en ese momento, llamándome o azuzándome, podría provocarme un ataque de corazón, al ser yo mismo el insólito actor y espectador de esa pesadilla.

 

Efectivamente, no debía arriesgarme. Tendría que volver al baño turco si quería hallar alguna salida diferente y debería entonces volver sobre mis pasos.

 

Armado del poco valor que me quedaba, así lo hice. Atento, con lentitud, con prudencia… El turco aún tenía la puerta abierta y por ella continuaban emanando al exterior los densos vapores. Entré de nuevo y me senté sin dejar de respirar rítmicamente con el bajo vientre. Todos mis sentidos en estado de alerta máxima. Volví a estirar la espalda, mis manos se volvieron a acomodar sobre mis rodillas. Cerré los ojos. La única posibilidad de salir de allí era desde la calma. Tenía que conseguir cambiar el sueño y, para ello, debería volver a tantear el banco dispuesto a reconocer que, efectivamente, la mano fría habría desaparecido. Que de hecho no estaba allí y nunca estuvo allí. Así lo hice. Y así no la encontré.

Entonces, recogí, sin dejar de respirar intensamente, mis gafas, mi toalla, mi gorrito y las llaves de la taquilla. Ahora la puerta continuaba abierta y salí lo naturalmente que pude, aunque sin dejar de acelerar progresiva y controladamente los pasos.

En el vestuario dos tenistas recién llegados me dieron los buenos días. Uno de ellos se me quedó mirando inquieto, algo me notaba. Le leí el pensamiento. No se atrevía a preguntarme si me pasaba algo. Desvié la mirada y nada le dije.

Ya en la calle, me olvidé el coche en el parking y anduve hasta mi casa, que no quedaba muy lejos, intentando poner en orden tanta locura. Nada más llegar, lo primero que hice fue fijarme en la perra. Tengo fe ciega en sus avisos y ella estaba tranquila. Seguidamente, con inquietud alucinada, pero cuidadosamente, abrí la puerta de mi habitación ¿Estaría yo allí durmiendo? No. La señora de la limpieza se acababa de marchar y había dejado todo en orden absoluto. Allí no había nadie y, dentro de la cama recién hecha, desde luego no estaba yo.

¡Dios mío! ¿Qué me está pasando? Son las palabras que yo regurgitaba cuando oí el timbre de la puerta. Desde la otra parte de la verja un tal señor Casaura, que dijo ser del Banco Sur, me pidió unos momentos de atención para tener la ocasión de explicarme el interés que podrían tener para mí una gama de nuevos servicios. Al abrirle, me extendió su mano… Su mano fría y estremecedora…

Supe en ese momento que ya no habría en el mundo una mano fría y estremecedora a la que yo no pudiese abrirme o enfrentarme… desde la cama absoluta.

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Miguel Cabeza