La mujer del mando

21.04.2020 09:35

 

En seguida me llamó la atención su extraña forma de caminar. Perecía deslizarse sobre ruedas, pues sus piernas proyectaban, en mecánicos movimientos circulares, rápidos pasos de tai chí. Al desplazarse, su sobresaliente cabeza se abría paso entre las gentes como un periscopio sobre un mar de pequeñas olas. Desde esa visión privilegiada, emproaba sus mundos con el mentón altivo indagando en zig zag las posibilidades del panorama. Izquierda, derecha; izquierda, derecha…

Alta y delgada. Casi albina. Ojerosa y demacrada. Tiesa como una escoba desde la cintura hasta la enmarañada pelambre blancuzca que le surgía disecada desde la coronilla. Proyectaba a noventa grados su brazo derecho sujetando fuertemente algún tipo de artilugio. Algo así como si se hubiese quedado pegada al mando a distancia de una televisión o algún aparato doméstico. Un mando con vida propia que parecía estirarla, no dejándole más opción que la de la loca caminata tras él.

Sorpresivamente, fue como si captara mi observación. Se giró de golpe y con puntería hacia mí y fue en el momento en que nuestras miradas se cruzaron cuando me di cuenta de que esa mujer era muy peligrosa. Pero ya era tarde. Me dirigió una mueca indescriptible, entre perversa y burlona, y dirigiendo el mando hacia mí lo apretó con el pulgar. Entonces, como si hubiese cambiado un canal colectivo de vida, el grupo de anónimos transeúntes entre los que me encontraba nos sentimos transportados a un lugar remoto en el tiempo y en el espacio. Andábamos por alguna callejuela de una ciudad medieval… Cáceres. Juraría que se trataba de Cáceres. Volvió a cambiar el canal y nos arrastró hasta las Ramblas de una Barcelona triste de postguerra.

Siguió así durante horas y horas. Cambiaba y cambiaba de canal alocadamente y nos obligaba, en grupo o en soledad, a transitar por diferentes épocas y lugares.  Casi no me daba tiempo a reconocer los diferentes campos afectivos que se me iban abriendo. Impensadamente me acompañaba mi mujer, una campesina amerindia de ojos vacuos que me transmitía amor sereno y preocupación por el mañana y, tras instantes, me encontraba corriendo entre las ruinas de alguna ciudad Siria con mi hijo pequeño en los brazos. Intentando protegerme de las bombas que caían desde el cielo e implorando a gritos a Alá que aquello acabase.

Tan rápido cambiaba aquella mujer los canales y tan rápida era la mudanza de personaje, época y lugar, que yo apenas podía pensar en qué estaba pasando y como salir de aquella pesadilla,

La suerte me llegó en París. Un inesperado aguacero al borde del Sena se convirtió en oportunidad. Sí. Inesperadamente pude observar como se excitaba rabiosa apretando compulsivamente aquel mando que parecía no querer obedecer. Me extraño que un dispositivo capaz de efectos tan poderosos se hubiera quedado noqueado por el agua… que un cortocircuito pudiese haber paralizado el demoniaco chisme… Pero no era el momento de apreciaciones estériles y no dudé un segundo: Ese era el momento de actuar y lo hice con vivacidad. Siempre he sido un tipo de reflejos.

Me ahorraré detalles escabrosos sobre el sabor de su carne o el número de bocas que intervenimos al unísono, sólo te diré que sus restos se diluyen desde hace un par de semanas entre los fondos del río. El mando, no. El mando lo guardé con disimulo pues tengo la esperanza de aprender a manejarlo.

Pero… ¿Qué puedo hacer ahora como mendigo en la Francia de Luis XIV? Esto va a ser muy duro.

 
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Miguel Cabeza