La preciosa muerte del profesor K.

29.11.2009 12:37

 

Me preguntaron si quería verlo, antes de que cerraran la tapa del ataúd provisional, y contesté que no. Sabía que si lo hacía jamás olvidaría esa visión y no quería vivir con aquello. Entonces, mi hermano, que también había participado en las tareas de búsqueda y sabía lo afectado que yo estaba me dijo: “haces bien, su cara está desfigurada por los golpes recibidos durante la caída por el barranco y un grueso trozo de rama le ha perforado mejillas de lado a lado”.

Prácticamente no había dormido y, en el momento de llegar al centro de búsqueda que la Guardia Civil había montado en una pequeña planicie de la montaña, yo ya llevaba tres horas acumuladas de extrema tensión; ya que junto con la profesora J.F. me había sumado al amanecer a un pequeño equipo de los guardias integrados en los servicios  de rescate de montaña, con los que habíamos explorado los rincones más propicios, según ellos, para un hipotético accidente.

Evidentemente no habíamos encontrado al profesor K, que, desde hacía un par de horas, se hallaba dentro de la caja fúnebre. Al profesor K. lo había encontrado un pastor que se había ofrecido a participar en el rastreo de la zona  y que sabía muy bien por donde solían despeñarse las cabras.

Me sentía roto, todavía no me había repuesto de la búsqueda temeraria por las laderas de la montaña, cuando ahora me encontraba frente a los restos de K. Sin atreverme a mirarlo y, mucho menos, sin atreverme a acercarme a aquella mujer, su mujer, que ahogaba gritos desgarradores sobre el pecho del teniente al mando de la operación.

La búsqueda del profesor K. iniciada en la noche anterior, había concluido.  Habíamos tardado demasiado tiempo en calibrar la situación y tal vez ahora lo estábamos pagando. Recuerdo que, previamente, sobre las seis de la tarde, se había puesto en marcha un primer operativo de la Guardia Civil; yo era el último adulto que había visto a K. y todos pensábamos que mi participación podría facilitar el inicio de la operación. La verdad es que esta primera fase resultó patética. Los guardias adscritos a la comarca no estaban preparados para realizar búsquedas eficaces en la noche. Me sentía entre asustado y absurdo cuando en medio de la oscuridad cerrada y la llovizna creciente, caminábamos casi a tientas por el bosque gritando: ¡Profesor K! ¡Profesor K!... Pronto me di cuenta que estaba participando en una representación. Unas cuantas lucecitas en hilera, perdidas en la negrura del bosque, peinando el dormido follaje con sus ridículos gritos. Al llegar al refugio, el mismo alférez me lo confirmó “ahora no podemos hacer nada más”. Sabían de sobra que tendríamos que esperar al día siguiente, pero era su obligación estar allí, haciendo acto de presencia. Me daba rabia su actitud conformista, pero a la vez los entendía, no tenían ni linternas adecuadas y alguno incluso había tenido que ir a buscar las pilas a su casa. Sacaron los bocatas y se sentaron a bromear en torno al fuego. Ellos se quedaron allí a pernoctar, mientras que, al cabo de unas horas, en plena noche,  a mi me vino a recoger un kamikaze de la policía municipal que conducía el 4x4 como si jugase a la ruleta rusa. Pensé durante casi todo el trayecto que me había tocado morir junto a aquel animal uniformado. Al fin, llegamos al pueblo y allí conseguí echar una cabezadita; antes de sumarme de nuevo, en la madrugada, al operativo, ya mucho mejor organizado y con profesionales competentes,  que acabaría con el hallazgo del cuerpo de K. por parte del pastor de cabras.

La alerta por la desaparición del profesor K. no se había producido hasta mi regreso al instituto, con aquellos doce muchachos con los que él y yo habíamos salido de acampada con la intención de pernoctar en el refugio de montaña de la cumbre de Es Cornadors.

El autocar nos había dejado en la orilla del pantano de Cuber y desde allí habíamos iniciado la subida. Sobre las doce de la mañana paramos para almorzar y a continuación K. subió con los alumnos hasta el pico L'Ofre, mientras yo les aguardé al cuidado de las viandas y mochilas. El profesor K. quería cansarlos al máximo. Según él, la experiencia decía que había que agotarlos hasta la extenuación para que por la noche no montaran follón. En cuanto volvieron, reemprendimos de nuevo la marcha hacia el refugio. Todo transcurría felizmente y yo me reía para mis adentros mientras caminaba pensando en la broma que les esperaba en la noche. La broma que yo le tenía reservada al profesor K. En la lejanía se extendía una deliciosa visión del Port de Soller que gradualmente se fundía con el mar reluciente del mediodía.

Como era habitual en K., durante la marcha, realizaba innumerables fotos, corría con los alumnos, improvisaba pequeñas escaladas complementarias... La mitad, por cansar a los chicos o por el puro placer de hacerlo y, la otra mitad, porque le gustaba alardear. Siempre se desenvolvía igual. Le encantaba que los alumnos se admiraran de su gran estado físico a pesar de que, como yo, ya había superado los cincuenta.

Él, encabezaba la marcha; yo, cerraba el grupo. Todo seguía yendo bien, aunque mi memoria me advertía que con K. siempre podía llover una sorpresa inesperada. Y la sorpresa llegó, pero resultó liviana: un pequeño tropiezo, casi al llegar al refugio, cuando un grupo de vacas acompañadas de un enorme macho malcarado nos salieron al paso. El profesor K. ya nos había avisado de que esta situación podría producirse y de hecho habíamos leído algún cartel informativo al inicio de la excursión. Al acercarnos a la vacada, K. dio la consigna de que siguiéramos sin alterar la marcha. Según él no pasaría nada si continuábamos tranquilos, sin hacer movimientos raros y permaneciendo en silencio. Yo no sé como lo llevaría K. por dentro, pero yo me iba asustando cada vez más según nos aproximábamos al semental y estoy seguro de que los chavales tampoco las tenían todas consigo. Irresponsablemente, sólo me tranquilicé un poco cuando el muchacho que llevaba delante se quitó el jersey y se quedó con una chillona camiseta roja. Me avergüenzo del pensamiento que tuve “si le da por embestir... no empezará por mi”.

Superado el mal momento y ya con el refugio a tiro de vista, volví otra vez a deleitarme con la broma que tenía preparada. Se trataba de lo siguiente. Sabía que a K. le encantaba contar en las noches de acampada, a la luz del fuego, historias de terror a los alumnos... Una de aquellas historias se convertía siempre  en la principal, la historia de la muerte que vino a buscar a un amigo suyo cuando ambos eran jovenes. En esa historia, describía a la muerte como una mujer preciosa que poco a poco había ido seduciendo a su amigo, hasta que éste, enamorado de ella, acababa acompañándola al otro mundo.

Yo creo que ya hacía por lo menos veinticinco años que siempre le escuchaba contar la misma historia cuando me tocaba compartir con él la acampada anual. Me sabía de memoria como era su preciosa muerte: una chica rubia y pálida de lúcidos ojos azules, de un metro setenta y algo delgada… Así que tenía clarísimo que esa noche la volvería a contar.

Mi maldad había consistido en planear, digamos, una especie de broma dentro de la broma. Para ello contaba con la complicidad de unos buenos amigos excursionistas. Estos, acamparían cerca, y, al llegar el momento clave, yo les enviaría un mensaje; entonces mi amiga M.L., que daba el perfil de la descripción de K., ojos azules, rubia y lo demás, aparecería en nuestro refugio tras dar unos sonoros golpes en la puerta, disfrazada de muerte tal como K. la solía describir, y solicitaría al profesor que la acompañara al más allá.

El momento se estaba acercando y K., previsor como siempre, ya había extendido una lona fina sobre el suelo de tierra del refugio, especial para evitar la humedad; no sin antes haber ordenado a los alumnos que forraran el suelo con los periódicos que les había mandado traer. Fuera, la noche era inmejorable para mis planes: una luna llena resplandeciente, un mar de estrellas, el suave ulular de aires gélidos a través de las encinas y las sombras bailando caprichosas...

Cenamos, bromeamos y acabamos de tapar con los periódicos sobrantes las ranuras que entre las piedras de las paredes permitían la entrada del frío aire exterior, prendimos un fuego en la chimenea del refugio y a su alrededor nos agrupamos metidos en nuestros sacos. Unos tumbados, otros acomodados de lado sobre las mochilas... El profesor K ya podía empezar, el escenario estaba servido...

Poco a poco los alumnos empezaron a mostrarse inquietos, víctimas del miedo que les subía por el cuerpo a medida que K. narraba su historia. Yo podía percibir como, sutil y disimuladamente, se iban alejando de la puerta y alguno, ya claramente vencido, se levantaba a atrancarla un poco más.

Pronto llegaría mi turno. La historia de la muerte estaba concluyendo y yo debía enviar el mensajito de móvil a mis amigos que aguardaban. Pasan unos minutos y, llegado el momento, lo hago disimuladamente… Y entonces me doy cuenta de que ¡no hay cobertura! ¡Qué error...! Es para matarme... ¡Pero sorpresa...! ¡Suenan tres golpes en la puerta! No puedo dar crédito a lo que oigo… Se escucha al unísono el grito de sobresalto del grupo. A mi mismo se me encoje el corazón. Pero el profesor K, tan decidido como siempre, se levanta a abrir, tranquilamente, diciendo “será algún excursionista o el guardabosques”.

A medida que desatasca la tranca y se asoma, percibo como se le emblanquece el rostro de puro escalofrío... ¡Es mi amiga vestida de muerte! Yo me admiro de como han calculado tan bien el momento sin haber recibido mi mensaje y, en mi interior, ya tranquilo, vuelvo a partirme de risa. Casi sin poder seguir representando asombro, me cubro las mejillas con las palmas de las manos para que no se me descompongan. No vaya a ser que  el grupo descubra el engaño.

Mi amiga está preciosa, nunca me hubiera imaginado que el traje de muerte le pudiera sentar tan genial a alguien. Y dirigiéndose a K., le dice con voz seductora y cálida “profesor K, debes acompañarme, ha llegado tu hora”. K. continúa frío y mudo, pero de golpe me mira y al cruzar su mirada con la mía, inteligentemente, se da cuenta del montaje. Decide entonces seguir la broma y, sin más, se gira hacia los alumnos y les dice serenamente: “ya veis chicos; cuando llega la hora, llega”. Le da un beso a la muerte y tras ella sale del refugio todo serio y entregado.

El grupo de muchachos está que se sale. De alguna forma intuyen que están siendo víctimas de un montaje, pero el miedo no les acaba de soltar. Y me empiezan a increpar, excitados, diciéndome  cosas como: “¡Venga, ya está bien, os creéis que somos niños pequeños!”, “Ya vale profe, ya os habéis quedado con nosotros”. Finalmente, me rindo; les confieso la verdad y nos reímos juntos mientras esperamos que vuelvan K., mi amiga (la preciosa muerte) y sus colegas cómplices... Pero K, no acaban de llegar... Y vencidos por el cansancio y el sueño, poco a poco, todos van quedándose tranquilamente dormidos. Yo tampoco tardo en roncar.

A las siete de la mañana, nos despertamos y descubrimos con sorpresa que  ¡K. todavía no ha vuelto! La verdad es que en ese momento me empiezo a inquietar seriamente. Mientras los alumnos me asaetan a preguntas, yo improviso respuestas como puedo. Salgo del refugio para pensar un poco y no puedo dejar de reparar, a pesar de la creciente preocupación, en la belleza estremecedora del paisaje que se me ofrece: la luna llena se está poniendo sobre el horizonte marino mientras, en posición diametralmente opuesta, inicia su jornada un sol resplandeciente. Todavía chispean benignamente las estrellas y bajo mis pies se abre una alfombra de lomos de algodón que cubre toda la planicie central de la isla.

Vuelvo inmediatamente a la extraña realidad de la desaparición del profesor K. y decido acelerar la vuelta para poder llegar al pueblo de Soller lo antes posible. Desde allí tendré cobertura para el móvil.

La bajada se hace larga y dura, los caminos de piedra asumen pendientes sostenidas de veinte grados que, con el peso de las mochilas a cuestas, obligan a correr más de lo que uno quisiera, a la vez que se te van quebrando las rodillas... ¡Al final llegamos! Y llega la primera sorpresa con el restablecimiento de la conexión telefónica: ¡Mi amiga me dice, mediante mensaje dejado en el contestador  el día anterior, que les ha salido un problema inesperado y que no podrán subir a “lo de la broma”, que lo siente mucho y que otra vez será! La llamo inmediatamente y no me toma en serio cuando le digo que ¡la muerte sí apareció...!

A partir de aquí ya todo son llamadas, comprobaciones, búsquedas, la alerta a la guardia civil y, finalmente, el terrible descubrimiento del cuerpo del profesor K.

Han pasado quince días. La policía me tiene en su punto de mira, lo sé. Les he contado una y otra vez la historia y han hecho que me analicen sicólogos y siquiatras. Estoy derrotado. Y ahora... ¿Cómo les puedo contar que desde hace cuatro días, en el espejo de la sala de estar de mi casa, aparece un escrito en tinta acrílica que dice ¡de mi puño y letra!: “Alfonso, mi preciosa muerte ha resultado mucho más exquisita que la imaginada. Me ha elegido como ayudante y cada día salgo a aliviarle su trabajo. Me ha dicho que pronto te haremos una visita. Ya estoy esperando darte un abrazo. Profesor K”.

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Miguel Cabeza