La sabiduría

14.04.2021 11:21

La sabiduría, la sabiduría…

 

Un año más, las pequeñas florecillas de cartuchos liliáceos relampagueaban entre los claros del bosque. Sucedía a finales de abril y se repetía fielmente cada nueva primavera. Era la gran fiesta. Las gentes del pueblo se despertaban un poco antes y enviaban a los niños a llenar sus cestitas con ellas. Deberían de traerlas bien repletas antes de ir al colegio.

 

A Enrique le encantaba cuando llegaba este tiempo. En cuanto se despertaba y recordaba que era la época de cosecha de la sabiduría, le inundaba una extrema felicidad y casi se olvidaba de vestirse adecuadamente por tal de salir corriendo al bosque.

 

Acababa de cumplir diez años, pero aparentaba un par más. Se le veía subir como un chico fuerte, esculpido, de rostro despejado y mirada limpia. Y era todo un espectáculo verlo salir de casa, en la madrugada, corriendo como un gamo y saltando entre la maleza que se iba fundiendo con el bosque lila por tal de llegar el primero.

 

Aquel día Enrique lo volvió a conseguir. Estaba allí, él solo, el primero; viendo cómo el sol encendía las siluetas del ramaje y sembraba de luces y sombras la sobrecogedora atmósfera matutina. Todavía sin otra compañía que el lilarmónico gorjeo de pájaros y plantas, exploró un poco el terreno, antes de decidir el lugar más adecuado para la recolección de aquel día. Entonces lo vio. Al principio creyó que se trataba del pequeño tronco de un árbol quebrado. Pero en seguida se dio cuenta de que aquella sombra púrpura se movía con movimientos humanos; entonces, algo decepcionado por no haber llegado el primero, tal como había creído, se acercó a él o ella, para averiguar de quien se trataba. Conocía a todos los del pueblo. Sin embargo, la figura pareció alejarse cuando el se aproximaba. Sí, eso comprobó en seguida. Contra el más aceleraba el paso, más se alejaba la curiosa presencia…

 

Dándose cuenta de que no podía perder más tiempo si quería recolectar los mejores racimos de flores antes de que llegasen los demás niños, desistió de la acechanza e intentó olvidarse de la presencia. Y lo consiguió. En pocos minutos, Enrique ya saltaba otra vez entre las matas, absorto, estirando sus brazos aquí y allá para hacerse con las bellas florecillas de la sabiduría. Tan sólo cuando hubo llenado la cesta, se dejó estirar nuevamente por la curiosidad  y alzó la vista indagando el paradero de aquel o aquella que se quería burlar de él de tan extraña manera… Entonces se dio cuenta de que estaba a su lado, tan sólo a unos pasos atrás, y de que no lo conocía. No se trataba de ningún lugareño.

 

La señora, pues eso es lo que sin duda era, lo miraba en silencio y, contra lo que le había parecido en la lejanía, no era bajita; era grande y robusta. Tendría la edad de su madre, pero el cutis menos arrugado. No era hermosa, tampoco fea. O, mejor pensado, según se la mirase parecía cambiar lo suficiente para presentarse agraciada o malcarada. Igualmente, según cambiaba la inclinación de su mirada, aquella mujer le producía confianza o necesidad de prevención. Al fin, optando por la confianza, él le preguntó.

 

-       ¿Quien eres? Nunca te había visto por aquí. No eres del pueblo.

 

La mujer no le respondió con palabras, pero Enrique pudo entenderla claramente:

 

-       Soy la encargada de que cada año estos bosques se llenen de lilas de la sabiduría para que podáis llenar las cestitas.

 

Enrique se quedó perplejo. ¿Cómo podía haberla entendido sin palabras? ¿Cómo había podido percibir su respuesta en el interior de su mente? Y qué era eso de que ella era la encargada de las florecillas de la sabiduría. Mientras, la mujer seguía mirándole sin decir nada. No parecía tener intención de abrir la boca ni de emitir más pensamientos sin ser preguntada. Al fin, tras unos instantes de quieta indecisión, el niño le volvió a preguntar: “Pero… ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me miras así? ¿Por qué huías de mí hace un rato?” Entonces la mujer le volvió a responder, con el mismo sistema sin palabras que, tan perfectamente, él podía captar:

 

-       Tres preguntas me haces.

La primera te la contesto: Estoy aquí porque nunca me he ido.

La segunda te la contesto: Te miro para ofrecerte mis servicios si realmente me necesitas y ahora me estás preguntando.

La tercera te la contesto: No huía de ti, eras tú quien me alejaba; pues desaparezco cuando alguien me quiere alcanzar.

 

El niño miró la hora y se dio cuenta de que ya era tarde. Debía volver, aunque le hubiese gustado permanecer junto a la mujer un rato más. Se giró y vio que los demás niños ya lo hacían. El tiempo había pasado rápido. La mujer le sonrió y él pronunció un agradecido adiós… Sabía que había entrado en tratos con la Sabiduría y que cada vez que la necesitase bastaría con hacerle preguntas.

 

 

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Miguel Cabeza