Pipí de tortuga

09.02.2010 13:39

Me dirigía hacia Son Boronat, el agroturismo que con tanto esfuerzo intentábamos poner en marcha. Volvía de Calvià, el pueblo cercano, cuando la vi cruzar parsimoniosa con su casa a cuestas atravesando el asfalto como una despreocupada jugadora de ruleta rusa. Las tortugas moras son una especie en peligro de extinción, así que pensé que mejor pararme para recogerla y soltarla luego en algún rincón de la finca. Seguro que así la libraría del estéril peligro. Bueno, me digo ahora que, aunque no hubiera sido una especie protegida, seguro que también me hubiese parado a recogerla.

Así que la subí a mi viejo Fiat gris y, para que se estuviera quieta y no investigara durante el trayecto, la puse panza arriba en el asiento del acompañante. Inmediatamente empezó a orinar. Supongo que de puro estrés al sentirse volteada e indefensa. Creo que debió consumir tres de los cinco minutos del trayecto en hacerlo. Finalmente, tal como había previsto, nada más llegar la solté por el bosque y me puse a limpiar el asiento.

“Ya está -me dije-. Adiós tortuga. Feliz vida y perdona el mal rato, aunque te podrías haber ahorrado el flujo… que mi coche no es nuevo, pero es el que tengo”.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, de nuevo estaba sentado al volante, pues por aquella época compatibilizaba mi trabajo de hostalero rural con el de profe de secundaria… Y el coche olía mal… ¡Muy mal! Pensé: “puta tortuga de los cojones, Tendré que volver a limpiar la tapicería más a fondo. ¡Qué mal huele la orina de tortuga!”. Y así de vuelta a la finca, eso es lo que hice:  Otra vez ponerme a limpiar.

Un nuevo amanecer y me hallo, tan temprano como siempre, al volante. Cuando: “¡Dios! ¡Qué mal huele! Jamás me hubiese imaginado que estos animalitos pudieran producir semejante tufo”. No tengo tiempo que perder y me pongo en marcha, me resigno ante la realidad y acepto, como inevitable, tener que enfrentarme, más tarde, a una nueva tarea de lavado.

De vuelta a Son Boronat, la tela del asiento todavía conserva la humedad del día anterior… Y lo primero que hago es eso: venga otra vez a darle a la purificación de la tapicería. Más a fondo si es posible. Casi limpieza histérica: agua a tope, jabón a tope, raspar a tope…

Amanecer del cuarto día desde el orináceo evento. Es hora de reemprender mi inevitable y rutinaria ruta matinal desde el bosque hasta las aulas pasando por el castigado coche. Tiemblo mientras me aproximo a él… ¿Qué me encontraré hoy? Y se confirma lo peor. ¡No, por favor! Esto ya es insoportable. No lo puedo resistir y no lo puedo entender. La peste es impresionante. Ha ido a más. Te penetra desde el primer impacto y te domina. Pero no puedo hacer nada ahora, no tengo tiempo. Lo de atender a los turistas por la noche hace que siempre me acueste tarde y, aunque intuía que esto podía volver a pasar, no quise adelantar el despertador.

Histérico, rabioso y confundido, abro todas las ventanas, pongo el motor en marcha y me decido a no pensar… Pero muy pronto las cosas se van a poner todavía más crudas y extrañas. Al coger la desviación hacia la autopista comienza a llover a cántaros. Si no cierro las ventanas, el coche se me inundará. Si cierro, el olor me matará. Procede solución salomónica: todas las ventanas clausuradas menos la del conductor, a la que dejaré rendija de dos dedos abierta. Y acelerar, acelerar…

El cóctel se ha puesto potente: prisas, autopista, lluvia frenética, parabrisas rabioso, olor invasivo de otro mundo, desconcierto y maldiciones repetidas a la concheada especie de mierda (“que te va a salvar tu padre la próxima vez”).

Pero la guinda… faltaba. Y va llegar en breve…

¡La rata!

Sí, te lo puedes creer. La rata angustiada que asoma su pávida mirada desde lo alto del perfil de la luna delantera. La pequeña roedora polizona que patina y se desliza arañando el vidrio hasta conseguir asirse a la escobilla izquierda del limpiaparabrisas... Que la abanica ferozmente durante interminables segundos hasta conseguir lanzarla sobre el asfalto.

De repente me aterroriza la idea de que por la rendija abierta de la ventana pueda entrarme otra rata, así que la cierro de inmediato y me abandono a la peste impronunciable. La misma peste que me violará ininterrumpidamente durante todo el trayecto.

Cuando, al fin, llego a mi destino, lo que queda de mí sale precipitadamente del coche e intenta calmarse y responder a la pregunta: ¿Cómo puede haber surgido en medio de la autopista una rata desde el techo? No espero la respuesta y obedeciendo a un destello intuitivo abro, sin pensamientos, el maletero trasero… Entonces: “¡Jodeeer! “¡Lo último que me hubiera esperado…!”.

Petrificado, contemplo las dos enormes bolsas de basura que hace unos días me llevé desde la finca hasta el contenedor del pueblo y que, obviamente, me olvidé de echar…

“Torpe - me insulto-. Ahí están tus atómicos olores de pis de tortuga”.

Podría haberse acabado aquí este breve relato, pero lo cierto es que siempre que me suceden   hechos extraños o adversos tengo la buena costumbre (eso creo) de intentar sacar las moralejas. Y tras darle muchas vueltas , te cuento a la que llegué: “No olvides ventilar las inmundicias propias antes de culpar precipitadamente a la inocente tortuga de turno…”

¿Se te ocurre otra diferente?

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Miguel Cabeza